¿Cuántos supieron, cuarenta
años atrás, que en ese Santiago primaveral se jugaba no solo el futuro de Chile
sino también el de la Latinoamérica toda?
No lo sé.
Cuarenta años después,
en este mundo de maximización de ganancias, buitres financieros y bancos
codiciosos, con el alma que se nos va empobreciendo en la creencia de que un
automóvil nuevo nos dará la felicidad y que el individualismo y el exitismo son
valores culturales a apreciar, recurro a Gabriel García Márquez, quien así
contó ese funesto 11 de setiembre:
«A la hora de la batalla final, con el país a merced de las fuerzas
desencadenadas de la subversión, Salvador Allende continuó aferrado a la
legalidad.
La contradicción más dramática de su vida fue ser al mismo tiempo enemigo
congénito de la violencia y revolucionario apasionado, y él creía haberla
resuelto con la hipótesis de que las condiciones de Chile permitían una
evolución pacífica hacia el socialismo dentro de la legalidad burguesa.
La experiencia le enseñó demasiado tarde que no se puede cambiar un sistema
desde el gobierno, sino desde el poder.
Esa comprobación tardía debió ser la fuerza que lo impulsó a resistir hasta
la muerte en los escombros en llamas de una casa que ni siquiera era la suya,
una mansión sombría que un arquitecto italiano construyó para fábrica de dinero
y terminó convertida en el refugio de un Presidente sin poder.
Resistió durante seis horas con una metralleta que le había regalado Fidel
Castro y que fue la primera arma de fuego que Salvador Allende disparó jamás […]».
Yo pisaré las calles
nuevamente
de lo que fue Santiago ensangrentado,
y en una hermosa plaza liberada
me detendré a llorar por los ausentes.
Porque la
cordillera no nos separa: nos une. A uno y otro lado nuestra historia sabe de
los libros y las canciones que quemaron las manos asesinas.