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21/3/13

El ángel chueco



Nana para alguien muy querido


Cuando cumplí los diecisiete cursaba el último año de la secundaria y con Jorge, mi novio, planificábamos casarnos en un par de años. Luego, a los diecisiete y medio, me hice cargo de mi vida.

Terminé aquella fiesta de cumpleaños acodada en el alféizar de la ventana de mi dormitorio, mientras me cepillaba los dientes, casi dormida. Estaba agotada de cerveza, música, arrumacos y peleas.

Y entonces, la luna.

Con esa luz helada que a veces tienen las lunas invernales, redonda, pura escarcha. Por un instante la imaginé grávida, y me pregunté si acaso el conejo que vive en sus cráteres podría ser una coneja dando fin a una larga preñez, y si en la superficie lunar habría suficiente alimento para una prole de conejitos. En eso estaba cuando creí ver una sombra que no era la de un conejo pero que parecía descender de la propia luna. Se descolgó por las ramas del jacarandá y al tocar la tierra brilló fugazmente y se esfumó. Yo no sabía qué había visto, si es que había visto algo. Me quedé largo rato allí, la frente pegada al cristal, tiritando de puro frío y de un miedo aún más diáfano.

Tiempo después, cuando ya había trabado relación con él, supe que sí, que mi ángel chueco se había descolgado de la luna la noche de mi cumpleaños diecisiete. Me lo contó otra noche de luna llena, con las ventanas abiertas de par en par ante una primavera anticipada y ambos en el segundo vaso del vino añejo que le robé a mi padre. Solíamos quedarnos en la penumbra, yo arrebujada bajo las sábanas, él en cuclillas a los pies de la cama, contándonos uno al otro la magia de su propio mundo. Por eso, de tanto contarle a él cómo era mi mundo, y de tanto que él me escuchaba absorto y maravillado, descubrí que había magia en mi vida. 

Nunca le hablé a Jorge sobre mi ángel chueco; Jorge no hubiera entendido. Al fin lo dejé a él y a los muebles que estaba comprando a plazos, para cuando nos casáramos. Abandoné sin un suspiro el futuro que meses atrás me había parecido promisorio. La magia me arrastraba con ella, y no quería volver a la soledad de un páramo sin lunas que vomitasen conejos prolíficos y ángeles estrafalarios. 

Le dije a todos: me hago cargo de mi vida, ¡ya es hora! Vi, en la sonrisa de mi madre, una comprensión que no esperaba de ella, y en la mirada pensativa de mi padre la aceptación que tampoco esperaba de él. 


A veces mi ángel volaba a otros lugares, a buscar otros mundos con los cuales empaparse de historias; solía desaparecer por días, meses, y regresaba cargado de emociones y relatos que intercambiaba con los míos.  Caminábamos por las calles y  los campos, despacio, porque sus pobres piernas chuecas y torpes no daban para más. Hablábamos, y a veces yo lloraba sus penas y a veces él reía mis risas. Cometía conmigo mis errores y tropezaba con las mismas piedras que yo ponía en mi camino: era chueco y torpe, el pobre. No era mi ángel de la guarda. «Tonta, no existen. Créeme, esto de los ángeles es lo mío», decía. Pero estuvo a mi lado durante mis estudios y también en esos viajes insólitos a parajes extraños que yo hacía siempre que podía. Fue el primer crítico de mis pinturas. Y el último; a la postre, tuve que reconocer que no servía para eso. Él me animó a la música: «Vamos, todos los ingenieros químicos deben hacer música, ¿no lo sabías? Es un axioma matemático… ¿Pero es que no te enseñan nada en la Facultad?», decía, y entre examen y examen me arrastraba a esos cafés bohemios donde mi guitarra terminó siendo tan apreciada que nadie creyó que supiera  calcular flujos de masa.

Volaba al corazón de los hombres que yo conocía y me traía el aroma de las flores que había en ellos. A veces, el olor era fétido.  El día que trajo un corazón perfumado de violetas me guiñó un ojo, lo dejó en la mesa, y sin decir palabra rengueó hasta la cocina, para continuar desarmando el horno de microondas. Quería descubrir dónde estaba el fuego que calentaba su café con leche.  

Las violetas son mis flores preferidas, como bien sabía él.


Anoche mi ángel chueco regresó a la luna. Lloré lágrimas dulces cuando abrí la ventana, me despedí de él y lo vi trepar por esa larga escalera. No sé qué haré sin su compañía. Dijo que ya deseaba demasiado el frío del vacío interestelar; que tenía suficientes historias para contar a la vera de la luz de las estrellas, arriba, en la superficie de la luna, a los otros ángeles.  Y que también me extrañaría. 

Me prometió que cuando mi niña cumpla los diecisiete, regresará.  

Me prometió que si mi niña no es capaz de saquear la alacena para invitarlo a un desayuno de medianoche en el jardín, me soplará pesadillas al oído, todas las noches, sin faltar una. 

Aunque sé que nunca volveremos a vernos, también sé que sabré que si la heladera amanece vacía, y no logro encontrar el sacacorchos pero sí las mantas húmedas de un rocío imposible, será porque mi niña ha salido al jardín, a festejar con sándwiches y vino blanco al ángel chueco. 

Y sonreiré, con esa sonrisa de mi madre, lejana ya en mis diecisiete y medio pero recién ahora descifrada.


(Publicado en Prosofagia 14)


10/3/13

El título de una novela



Esta entrada es una extensión (o deformación, según se desee) de mi contribución a la sección «Grageas literarias», Prosofagia16.

Es indudable la importancia del título en una obra literaria. ¿Cuál sería, entonces, un buen título? ¿Uno que refleje o condense el sentido de la obra, o bien que exprese la intencionalidad del autor al escribirla? ¿Uno que sea original y atraiga la atención del posible lector? ¿Aquel que sea factible de ser convertido en mantra, que se imprima como mantra en la mente de los lectores?


Umberto Eco, en sus Apostillas a El Nombre de la Rosa, escribe:

«El narrador no debe facilitar interpretaciones de su obra, si no, ¿para qué habría escrito una novela, que es una máquina de generar interpretaciones? Sin embargo, uno de los principales obstáculos para respetar ese sano principio reside en el hecho mismo de que toda novela debe llevar un título. Por desgracia, un título ya es una clave interpretativa. Es imposible sustraerse a las sugerencias que generan Rojo y Negro o Guerra y Paz».

O sea, habla del título de la obra como un aspecto más del paradigma en el que se inserta el acto creativo de esa obra. Él asume a la novela como una máquina de generar interpretaciones. No únicamente la narración de una historia: la novela está allí para promover, incentivar, desatar el pensamiento del lector. El narrador no solo se reprime de explicar: también evita facilitar esa tarea interpretativa que ejerce el lector. Por eso le preocupa que el título regimente las ideas.

El mundo real tampoco explica ni ofrece una única interpretación. La Luna no se explica a sí misma. No puede: "explicar" es un verbo humano. No ofrece una única interpretación sobre sí misma: la Luna de los astrónomos no es la Luna de Ítalo Calvino en Las Cosmicómicas, ni la de los marinos en alta mar ni tampoco la de los enamorados o la de los licántropos. Desde este punto de vista, una novela que sea una máquina de generar interpretaciones puede ser considerada como una representación fiel de nuestra relación con el mundo real, por más fantástica que sea su trama. En una novela fantástica de esta naturaleza la narración se alejará de los hechos del mundo real; las claves de esa narración, en cambio, serían más cercanas a la realidad que cualquier crónica de hechos verídicos, si es que esta crónica cierra caminos interpretativos.

Por supuesto, al afirmar lo anterior estoy mirando al mundo desde un paradigma alejado del positivismo a ultranza. De la misma forma que Umberto Eco habla del título de una novela desde su paradigma de concepción de la novela.

Volviendo a las Apostillas… Cuenta, también, que el título provisional de su novela fue La abadía del crimen, título que, sin dudas, cierra caminos interpretativos, mientras que el definitivo, El Nombre de la Rosa, los abre casi hasta el infinito. Creo que este ejemplo es suficientemente claro: ¿cómo suponer siquiera que El Nombre de la Rosa podría haberse titulado La abadía del crimen? ¡Hubiera sido terrible! Desde el vamos el título encasillaría a la novela, en la mente del lector, como novela policial.

«La idea de El nombre de la rosa se me ocurrió casi por casualidad, y me gustó porque la rosa es una figura simbólica tan densa que, por tener tantos significados, ya casi los ha perdido todos: rosa mística, y como rosa ha vivido lo que viven las rosas, la guerra de las dos rosas, una rosa es una rosa es una rosa es una rosa, los rosacruces, gracias por las espléndidas rosas, rosa fresca toda fragancia. Así, el lector quedaba con razón desorientado, no podía escoger tal o cual interpretación; y, aunque hubiese captado las posibles lecturas nominalistas del verso final, sólo sería a último momento, después de haber escogido vaya a saber qué otras posibilidades. El título debe confundir las ideas, no regimentarlas.»

Mientras leía recordé uno de los (para mí) mejores títulos de una novela: Cien años de soledad. Es un título mágico, que despierta la atención y se queda prendido a las neuronas, se recuerda, se afirma en la memoria. Mas ¿qué quiere decir? ¿A qué se refiere? Pues… ¡Hay que leer la novela entera! ¿Puede, el lector, comprender el significado del título mientras va leyendo? Creo que es muy difícil. Uno lee y lee y puede imaginar muchas cosas, pero sigue sin saber realmente el porqué del título. Hasta el último párrafo. Allí el título se explica y al explicarse también aflora el significado último de toda la novela. El título de Cien años de soledad, como el de El Nombre de la Rosa, solo puede captarse «a último momento, después de haber escogido vaya a saber qué otras posibilidades». (Aunque no son casos idénticos, por cierto.)

En las antípodas tendríamos las novelas que deliberadamente conducen a interpretaciones acotadas. Utilizando el razonamiento y las palabras de Eco, ¿sus títulos deberían regimentar ideas en vez de confundirlas? Pienso en un ejemplo: Mujercitas. Luoise May Alcott no quiso, evidentemente, crear una máquina de producir interpretaciones. Y en ese sentido el título es honesto: ya desde el vamos regimenta las ideas del lector.

Hablando de honestidad, Eco hace una referencia a ella:

«Quizás habría que ser honestamente deshonestos, como Dumas, porque es evidente que Los tres mosqueteros es, de hecho, la historia del cuarto. Pero son lujos raros, que quizás el autor sólo puede permitirse por distracción».

Es cierto: es un título deshonesto. O un acto de ilusión de un mago, que nos hace mirar su mano derecha cuando es la izquierda la que lleva adelante el truco. Y luego el mago hizo exactamente lo que pregona Eco: tituló la continuación como Veinte años después. ¡Nada de regimentar ideas!

Un caso interesante es el de la novela de Mary Shelley: Frankenstein o el moderno Prometeo. El título nos dice cómo leer la novela. Nos dice cuál es la clave interpretativa a utilizar para comprender la historia (si bien utilizar esa clave no es nada sencillo desde la óptica de este siglo 21). El cine,  posteriormente, convirtió la obra de Shelley en un clásico que todo el mundo conoce. Pero lo hizo destruyendo esa clave inicial: los títulos de las películas se redujeron a Frankenstein, a secas. Podía ser Frankenstein I, II, el regreso, la ida o la vuelta, pero siempre Frankenstein a secas. ¿Abrió interpretaciones al eliminar la clave existente en el título inicial? No, porque simultáneamente redujo la novela a una historia de monstruos, castillos sombríos y terror (luego ello cambió un poco, pero ya el imaginario colectivo estaba formateado). La reducción fue tan drástica que incluso hoy muchas personas creen que Frankenstein es el monstruo. La alteración del título original abrió ventanas, pero el discurso narrativo se apresuró a cerrar esas nuevas ventanas… y las viejas también.