Nana para alguien muy querido
Cuando cumplí
los diecisiete cursaba el último año de la secundaria y con Jorge, mi novio,
planificábamos casarnos en un par de años. Luego, a los diecisiete y medio, me
hice cargo de mi vida.
Terminé aquella
fiesta de cumpleaños acodada en el alféizar de la ventana de mi dormitorio,
mientras me cepillaba los dientes, casi dormida. Estaba agotada de cerveza,
música, arrumacos y peleas.
Y entonces, la
luna.
Con esa luz
helada que a veces tienen las lunas invernales, redonda, pura escarcha. Por un
instante la imaginé grávida, y me pregunté si acaso el conejo que vive en sus
cráteres podría ser una coneja dando fin a una larga preñez, y si en la
superficie lunar habría suficiente alimento para una prole de conejitos. En eso
estaba cuando creí ver una sombra que no era la de un conejo pero que parecía
descender de la propia luna. Se descolgó por las ramas del jacarandá y al tocar
la tierra brilló fugazmente y se esfumó. Yo no sabía qué había visto, si es que
había visto algo. Me quedé largo rato allí, la frente pegada al cristal,
tiritando de puro frío y de un miedo aún más diáfano.
Tiempo después, cuando ya había trabado relación con él, supe que sí, que
mi ángel chueco se había descolgado de la luna la noche de mi cumpleaños diecisiete.
Me lo contó otra noche de luna llena, con las ventanas abiertas de par en par
ante una primavera anticipada y ambos en el segundo vaso del vino añejo que le
robé a mi padre. Solíamos quedarnos en la penumbra, yo arrebujada bajo las
sábanas, él en cuclillas a los pies de la cama, contándonos uno al otro la magia
de su propio mundo. Por eso, de tanto contarle a él cómo era mi mundo, y de
tanto que él me escuchaba absorto y maravillado, descubrí que había magia en mi
vida.
Nunca le hablé a
Jorge sobre mi ángel chueco; Jorge no hubiera entendido. Al fin lo dejé a él y
a los muebles que estaba comprando a plazos, para cuando nos casáramos.
Abandoné sin un suspiro el futuro que meses atrás me había parecido promisorio.
La magia me arrastraba con ella, y no quería volver a la soledad de un páramo
sin lunas que vomitasen conejos prolíficos y ángeles estrafalarios.
Le dije a todos:
me hago cargo de mi vida, ¡ya es hora! Vi, en la sonrisa de mi madre, una
comprensión que no esperaba de ella, y en la mirada pensativa de mi padre la
aceptación que tampoco esperaba de él.
A veces mi ángel volaba a otros lugares, a buscar otros mundos con los
cuales empaparse de historias; solía desaparecer por días, meses, y regresaba
cargado de emociones y relatos que intercambiaba con los míos. Caminábamos por las calles y los campos, despacio, porque sus pobres
piernas chuecas y torpes no daban para más. Hablábamos, y a veces yo lloraba
sus penas y a veces él reía mis risas. Cometía conmigo mis errores y tropezaba
con las mismas piedras que yo ponía en mi camino: era chueco y torpe, el pobre.
No era mi ángel de la guarda. «Tonta, no existen. Créeme, esto de los ángeles
es lo mío», decía. Pero estuvo a mi lado durante mis estudios y también en esos
viajes insólitos a parajes extraños que yo hacía siempre que podía. Fue el
primer crítico de mis pinturas. Y el último; a la postre, tuve que reconocer
que no servía para eso. Él me animó a la música: «Vamos, todos los ingenieros
químicos deben hacer música, ¿no lo sabías? Es un axioma matemático… ¿Pero es
que no te enseñan nada en la Facultad?», decía, y entre examen y examen me
arrastraba a esos cafés bohemios donde mi guitarra terminó siendo tan apreciada
que nadie creyó que supiera calcular
flujos de masa.
Volaba al corazón de los hombres que yo conocía y me traía el aroma de las
flores que había en ellos. A veces, el olor era fétido. El día que trajo un corazón perfumado de
violetas me guiñó un ojo, lo dejó en la mesa, y sin decir palabra rengueó hasta
la cocina, para continuar desarmando el horno de microondas. Quería descubrir
dónde estaba el fuego que calentaba su café con leche.
Las violetas son
mis flores preferidas, como bien sabía él.
Anoche mi ángel
chueco regresó a la luna. Lloré lágrimas dulces cuando abrí la ventana, me
despedí de él y lo vi trepar por esa larga escalera. No sé qué haré sin su
compañía. Dijo que ya deseaba demasiado el frío del vacío interestelar; que
tenía suficientes historias para contar a la vera de la luz de las estrellas,
arriba, en la superficie de la luna, a los otros ángeles. Y que también me extrañaría.
Me prometió que
cuando mi niña cumpla los diecisiete, regresará.
Me prometió que
si mi niña no es capaz de saquear la alacena para invitarlo a un desayuno de
medianoche en el jardín, me soplará pesadillas al oído, todas las noches, sin
faltar una.
Aunque sé que
nunca volveremos a vernos, también sé que sabré que si la heladera amanece
vacía, y no logro encontrar el sacacorchos pero sí las mantas húmedas de un
rocío imposible, será porque mi niña ha salido al jardín, a festejar con
sándwiches y vino blanco al ángel chueco.
Y sonreiré, con
esa sonrisa de mi madre, lejana ya en mis diecisiete y medio pero recién ahora
descifrada.
(Publicado en Prosofagia 14)