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18/11/11

Cuando de mundos se trata


Un mundo globalizado, sin fronteras políticas porque, en principio, la política ha dejado de existir como tal, devorada por un poder económico que sostiene una clase privilegiada mientras la mayor parte de la población está atrapada en un consumismo destructivo. ¿Una descripción de nuestro mundo en este noviembre de 2011? No. Ese es el mundo de Mercaderes del Espacio, novela de ciencia ficción publicada en 1954 (Frederik Pohl, C.M. Kornbluth).
Toda semejanza con la realidad es pura casualidad. ¿Lo es?

La ciencia ficción sigue siendo, para muchos, una suerte de hermanita menor de la literatura "de verdad". Esta concepción se ve refrendada por el cine y la televisión, que suelen —salvo honrosas excepciones— mostrar a la ciencia ficción como un género de batallas espaciales, monstruos alienígenas y héroes que, al final, siempre salvan al mundo. Sin embargo, la literatura de ciencia ficción puede hacer más que eso, y hace más que eso.

Lo anterior es apenas una introducción para lo que sigue, y lo que sigue es mi comentario a Ciudad sin Estrellas, de Montse de Paz (Elisabet), Premio Minotauro 2011. Como siempre, soy lenta como un caracol en reseñar. Pero, como los caracoles, al fin llego. Confieso, también, que en su blog:


hay otros comentarios más interesantes que el mío… Aconsejo pasar por allí.


Ciudad sin Estrellas


Si la literatura de ficción es un engaño, la buena literatura de ciencia ficción es un doble engaño. Si es buena, nos convence de que trata de aventuras, mundos asombrosos y personajes casi inimaginables, y nos dice que la leamos para divertirnos en nuestros ratos de ocio. Le creemos. Y nos interesa, nos divierte, nos asombra. Pero, cuando menos te lo imaginas, aparecen ideas cuestionadoras, inquietantes. La buena literatura de ciencia ficción inventa mundos para enfrentar al Homo consigo mismo o con sus sociedades reales. 

Ciudad sin Estrellas es una novela de ciencia ficción. De la buena. De la que se lee cuando uno tiene trece, catorce años, y despierta la imaginación, atrapa, logra que uno se impaciente por conocer el destino del héroe. De la que se lee cuando uno tiene más años sobre las espaldas y entonces se pregunta, por ejemplo, ¿y qué es esta Ziénaga?

En el mundo post-apocalíptico de la novela apenas han quedado unas veinte ciudades habitadas; Ziénaga es una de ellas. Todas, parece ser, son similares. Los habitantes de Ziénaga viven rodeados por dos murallas. Una de ellas es física: la cúpula que rodea la ciudad y la aísla. La otra es una muralla construida por la negación de la historia, la filosofía, la religión y la ciencia (lo que sus habitantes consideran "ciencia" no es más que un pálido reduccionismo técnico). En Ziénaga la Humanidad ha sido formateada para impedirle cualquier intento de trascendencia espiritual o intelectual, individual o social.

Al inicio de la novela, Prince, uno de los amigos de Perseo, le dice:

«¿Qué tiene de malo tu padre? Tiene un trabajo fijo, gana buena pasta, se divierte con sus amigos y vive sin preocupaciones. ¡Todos acabaremos así!»

Esta línea, inmersa en un diálogo más general, adquiere su verdadera importancia más adelante: en ella está inscripta la realidad en la que vive Perseo.


Montse de Paz (Elisabet) construye sólida y meticulosamente esta sociedad inmovilizada en un eterno ahora, aislada en el tiempo y el espacio. Una a una, las piezas encajan en el rompecabezas: la cúpula que ciega a sus habitantes; la aparente disociación entre "la ciudad" y "los boquetes" y la articulación social entre ambos a través de las rutas de la droga, rutas incluso protegidas, porque son vitales para evitar el desmoronamiento de toda Ziénaga; la precisa localización geográfica del barrio de los artistas; la preminencia del sexo virtual y, en general, de la virtualidad; los ritos de la muerte; el tipo de educación que se imprime en los niños.

Decía, más arriba, que en este mundo la historia es negada. Sin embargo, hay dos formas de transmisión histórica que perviven. Una: los mitos, que se exponen en los foros de los cazadores de antigüedades y los foros misticoides. La otra es individual, pero no menos importante: ese camino sutil que siguen las ideas cuando se transmiten a golpe de vivencias personales. En este caso, el camino que siguen desde la madre de Perseo a Perseo, y desde él… ¿hacia dónde, hacia quiénes?

Ciudad sin estrellas afirma la posibilidad de una Humanidad que, perdida su capacidad de trascenderse a sí misma, alcanza el paraíso prometido por la mayoría de las actuales tandas publicitarias televisivas. Pero, al mismo tiempo, niega esta posibilidad: el Homo, tozudo como una mula, seguirá empecinado en buscar más allá.

Por eso, el verdadero papel que cumplen las cúpulas no es el de impedir que sus habitantes salgan de la ciudad: es bloquear la conciencia de que existe un universo más allá del hombre, por la simple táctica de impedirle ver ese universo. Y Perseo quiere ver.

Si la construcción de esta particular sociedad es sólida, también lo es la construcción del personaje de Perseo. Está en las antípodas de ser un Prometeo y está en las antípodas del héroe típico. Perseo es un joven, casi un adolescente, que quiere ver. Quiere saber. Quiere saber qué hay afuera y quiere saber si creció sin su madre porque sí o realmente existió una razón. No va a salvar al mundo, no es lo suyo una gesta épica. Perseo es, de punta a punta, un jovencito que piensa en romper con los límites impuestos porque quiere saber, no porque posea una ideología, una finalidad de peso, una decisión, un compromiso social. Perseo es verosímil hoy y ahora, por quien es, por sus amigos y la relación que tiene con ellos, por sus expectativas; cualquiera de nosotros pudo ser o puede ser un Perseo, o ha conocido a uno, más de un Perseo. Es ignorante de casi todo y por eso es también peligroso en un sentido particular: como no es capaz de percibir el panorama completo deja abiertas las puertas al azar y este irrumpe una y otra vez, incluso con consecuencias dantescas. Esa inconsciencia de Perseo está equilibrada por Amanda. Amanda es uno de esos personajes que se hacen un lugar por sí mismos. En una sociedad como Ziénaga es —casi por lógica— la más cara madame quien posee la sabiduría que le falta a Perseo. La bella y silenciosa Amanda sabe, y le dice a Perseo: «Yo no puedo buscar el infinito. Mi cometido es ofrecerlo». Es, quizás, la única habitante de Ziénaga que podría leer a Borges.

Ciudad sin estrellas es una novela ágil, escrita con una prosa cuidada, sencilla y elegante, que lo es incluso en el lenguaje vulgar de sus personajes. La estructura, impecable. La facilidad con que se lee da cuenta de ambos: de la calidad de la prosa y de la calidad de la estructura. Si algo puedo reprocharle es la existencia de un personaje secundario cuya aparición (o extensión dedicada) no encuentro justificada (Vivian). Sin embargo, tampoco es posible el reproche porque, es evidente, Ciudad sin estrellas es la primera parte de una obra más ambiciosa, y se requeriría leer la continuación antes de opinar con fundamento.

Sin hacer mayores precisiones —por razones obvias—: el final me parece un gran final. Pero no solo pensando en que existirá una continuación. Me parece un gran final si la novela termina aquí y no hay segundas partes. Un final al que puedo dedicarle el mayor elogio que se me ocurre para el final de una novela de ciencia ficción: Hollywood nunca lo aceptaría.

6/11/11

Al final de la jornada


—¿Y...?  —Movió la copa haciéndola tintinear sobre el vidrio oscuro—. ¿Pesado, el día?
—¡Qué va!... Excelente, excelente. A la centésima segunda computadora... No creerás mi suerte, ¡veintitrés capítulos de una novela!
—¿Inédita?
—Si no fuese inédita no estaría alegre como pascuas, ¿no te parece? ¡Hombre!

La sonrisa, de oreja a oreja.

—Pero... ¿revisaste...?
—Todo. Correos electrónicos, msn, cada carpeta de “mis documentos”. Todo.
—¿Foros, blogs, concursos?
—Nada. Inédita, te digo. Un pobre tipo que no sale de su madriguera. Como era yo antes de que la tuberculosis me trajera aquí.

Bebió un sorbo y volvió a hacer rodar el pie de la copa sobre el vidrio. A su alrededor las túnicas color cielo y nieve se confundían entre sí y con las imágenes en los espejos. Un dejo de envidia tiñó de amarillo pálido la suya; rápido, se obligó a pensar en otra cosa, cualquier otra cosa que lo arrancara de sus desvergonzados celos y devolviera a su túnica el color que debería tener. ¡Qué desdicha tanta vulnerabilidad!

—Y es buena. Es original, muy original, eso me dijo el Jefe —concluyó bajando la voz hasta el susurro.

Satisfecho, miró de reojo a su amigo, regocijado con sus esfuerzos por borrar el sucio amarillo de la túnica y obligarse a esbozar una sonrisa de compromiso.

—¡Qué...! ¿La leyó el Jefe? ¿Ya?
—Ya, sí. Tiene dos Editoriales interesadas en comprarla. Buen precio, ¡muy buen precio! Y espera más ofertas, mañana. Me dijo...
—¿Qué?
—Dijo que era el mejor negocio de La Otra Vida S.A. en un siglo.  Que esta vez nos pondríamos delante de la competencia. Que... —No pudo más y explotó—. ¡Me dará un ascenso! ¡Seré subgerente!

La túnica de su compañero tornó a un amarillo tan intenso que hería la vista. Varios fantasmas jóvenes, recién llegados al lugar, los miraron con curiosidad.

En ese exacto momento Joaquín Sindoque dormía intranquilo en su cuartucho de escritor ignorado. Seguiría siendo un escritor por cuatro meses y tres semanas más, hasta el día aciago que, paseando un ramo de rosas rojas que había comprado para su novia, descubrió en un escaparate la recién editada —y muy publicitada— novela Aguas de azúcar. Tembloroso, entró en la librería. Dos días después quemó en hoguera india su computadora, papeles y libros, abandonó la literatura, la ciudad y a Laura, y se embarcó rumbo a una plataforma petrolera, mar adentro. No volvió a saberse de él.

Nunca comprendió cómo su novela inconclusa fue plagiada hasta el último detalle. Eso lo atormentó hasta el bienaventurado instante en que una imprudencia lo explotó junto a la caldera.