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31/3/10

Los caminos (Haroldo Conti)

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En: «La balada del álamo carolina»


Los caminos


"y aunque la línea está cortada
señalando el fin yo sólo digo adiós
hasta que nos veamos de nuevo"
Bob Dylan


A veces pienso que los días de mi vida se parecen a las teclas de esta máquina. Son redondos y precisos y justamente porque no hacen otra cosa que escribir.

Paco Urondo me ha dicho quiero que escribas algo para el Diario de Mendoza. Y yo le he dicho que bueno, que sí a esa voz precipitada que se dispara desde algún rincón de esta madre Baires y atraviesa una milla de paredes, y antes de colgar la voz me ha dicho un día de estos tomamos un café y charlamos y yo he dicho que sí, que bueno y le he pedido a mi vieja que me sirva un café y bebo en honor de Paco este solitario café que de otra manera se enfriaría en el pocilio esperando el día porque aquí no hay tiempo realmente para las ceremonias del ocio y todo se reduce a voces y urgencias y paredes y señales.

Y ahora me siento a escribir y en el mismo momento, a seiscientos kilóme­tros de aquí, mi amigo Lirio Rocha se sienta en la puerta de su rancho, porque sus días son igualmente redondos, sólo que en otro sentido, y si el mar lo permite son también precisos, a su manera, se sienta, como digo, en la puerta de su rancho, en la Punta del Diablo, al norte de Cabo Polonio, entre el faro de Polonio y el de Chuy, y mira el mar después de cabalgar un día sobre el lomo de su chalana, porque es el tiempo de la zafra del tiburón, ese oscuro pez del invierno hecho a su imagen y semejanza, y se pregunta (es necesario que se pregunte para que yo siga vivo porque yo soy tan sólo su memoria), se pregunta, digo, qué hará el flaco, es decir, yo, seiscientos kilómetros más abajo en el mismo atardecer.

Y entonces yo me pregunto a mí vez qué es lo que hago realmente, o para decirlo de otra manera por qué escribo, que es lo que se pregunta todo el mundo cuando se le cruza por delante uno de nosotros, y entonces uno pone cara de atormentado y dice que está en la Gran Cosa, la misión y toda esa lata, pero yo sé que a mi amigo Lirio Rocha no puedo decirle nada de eso porque él sí que está en la Gran Cosa, esto es, en la vida y que yo hago lo que hago, si efectivamente es hacer algo, como una forma de contarme todas las vidas que no pude vivir, la de Lirio por ejemplo, que esta madrugada volverá al mar, de manera que se duerme y me olvida. Y yo dejo de golpear esta máquina.

Y ahora, que es noche cerrada y las voces y las paredes se han muerto hasta mañana y la Gran Noche de B aires se parece al mar, pongo un disco de Jobim para no morirme del todo y pienso en mi otro amigo, porque es el momento de los amigos y las ausencias, mi amigo Alfonso Domínguez, capitán, que vive también frente al mar, algunas millas más abajo sobre el lomo salado del Cabo de Santa María y que toca la flauta como Herbie Mann y talla mascarones como el Aleijandinho y aparte de eso calcula la derrota de cada barco que pasa en el horizonte y bebe una copa de vino a cada cambio de viento, siempre que no tarde dema­siado, y entonces vuelvo a golpear otra tecla y otra porque me digo que, después de todo, nadie sabrá de ellos si no es por este viejo artificio, y que es igualmente urgente y necesario que mi amigo Antonio Di Benedetto y Mercedes del Carmen Thierry, que tiene los ojos más sabios del mundo, y don Florencio Giacobone que vive en Rivadavia y prepara las mejores conser­vas de este lado de la tierra y que todos los inviernos baja al Delta a faenar un par de cerdos en el almacén del Nene Bruzzone, que nació en las islas y tripuló aquel doble par de leyenda con el flaco Bataglia cuando todos los remeros eran campeones, y el resto generoso de los muchos y buenos amigos de Mendoza tengan noticias de estos otros amigos que viven frente al mar, y es así que por fin entiendo cuál es la Gran Cosa, porque yo los junto a todos ellos, salto sobre las distancias y el tiempo y los junto a todos ellos en esta mesa del recuerdo que tiendo y sirvo para mis amigos.
(septiembre de 1969)



El escritor Haroldo Conti nació en Chacabuco, Provincia de Buenos Aires el 25 de mayo de 1925. Estudió filosofía, fue seminarista, maestro rural, profesor de latín, actor, director teatral aficionado, empresario de transportes, piloto civil, guinoista de cine, navegante y hasta náufrago. A pocas semanas del golpe militar,en la madrugada del 5 de mayo de 1976, fue secuestrado a las puertas de su casa. Desde entonces continúa desaparecido.



En sus palabras:


Después de "Sudeste" conocí por fuerza ese mundo que llaman de las letras, y pensé que nunca más iba a poder escribir una línea. Allí estaba esa gente que suponía espiritualmente la más rica, sostenida sobre la cabeza de un alfiler, podada y limitada en sus experiencias hasta la asfixia y yo con mi novelita debajo del brazo tratando de hacerme un hueco donde pudiera meter los pies. Entonces decidí seguir donde estaba, igual a como estaba, porque después de todo no es tan importante vivir como escritor sino escribir como tal. Lo que yo quería era una literatura que no se interpusiera entre uno y la vida, sino que fuera justamente un modo de conocerla y penetrarla mejor. Una literatura así es una tarea solitaria; dramática y lúdica al mismo tiempo, y sobre todo necesita de los vivos y no de los muertos. De alguna manera, ellos estaban muertos. En eso no descubrí nada nuevo sino que, casi por instinto, acepté el camino de aquellos viejos conocidos para quienes la literatura no fue una forma exquisita de la singularidad sino la imperiosa y hasta trágica necesidad.



A las pequeñas cosas les doy mucha importancia. Si usted viene a mi casa verá muchos cachivaches. Bueno, es todo lo que va a quedar de mí, la lámpara que encendí con tanto cariño, la lapicera que he usado toda mi vida, esta ropa que para otro no significa nada y que para mí tiene mi olor, mi sustancia... Usted dice en cuanto a lo que dije de otros escritores, que queda su obra pero partamos de que es una minoría la que escribe; yo hablo ahora en general, de toda la humanidad. Además no es sólo el hecho físico de mi ropa. Yo le confieso que no le doy más importancia a mi obra que a las cosas físicas que dejo, porque ellas han compartido más mi vida, tienen mucho más sentido que mis libros. Los libros yo los escribo como vida que vivo, no como un monumento literario que dejo. (De la charla en el Instituto Superior de Periodismo, 1968).

23/3/10

Ana María Matute (Revista literaria Prosofagia)

Escuchar a Ana María Matute y a Elisabet charlar sobre literatura... ¿Cómo perdérselo?


Entrevista en audio


«Por supuesto. Todos los escritores tenemos nuestros demonios familiares, bueno, los escritores y los que no lo son. Eso es una cosa muy humana… Llevamos nuestros demonios dentro, queramos o no, ¡hasta que nos morimos!». «¿Y cómo se convive con ellos?». «Unos lo hacen mejor y otros peor. Escribiendo, creo, mucho mejor. Porque tienes esa posibilidad de liberarte».

13/3/10

Una hermosa mujer en el andén

—¿Mermelada?
—Sí, gracias.

Aún así, pálida y con las suaves ojeras del insomnio, seguía siendo hermosa. Se preguntó qué sentía verdaderamente por esa mujer, con la que había dormido tantas veces. ¿Una costumbre, una dulce costumbre de otoño ya en primavera? Él llegaba a la ciudad sabiendo que ella lo esperaba en la estación de trenes, y que le permitiría invadir su departamento por un par de días. Confiaba en encontrar su cepillo de dientes en el baño, las pantuflas esperándolo, una botella de su vino preferido enfriándose en la heladera. Cuando al caer la tarde ambos regresaban de sus ocupaciones, a él le gustaba sentarse en el sillón, con una copa en la mano, y mientras mentía atención al televisor, la observaba ir y venir, trajinando por las habitaciones, acomodando, abriendo ventanas y regando las plantas. A veces cenaban en el departamento —por pura comodidad—, otras salían a cenar afuera, como una pareja que celebra su aniversario de casamiento. Se reían de las cosas cotidianas, y compartían sus sueños en la madrugada, luego de hacer el amor. A veces, también discutían, incluso casi violentamente. Ella era testaruda, tenaz en sus convicciones, constante en sus ambiciones. Él, no le iba en zaga.

—¿Qué sentís por mí, Alejandra?
—Te quiero, lo sabés.
—Yo también. Pero no sé cómo. Me parece que solo nos hemos acostumbrado el uno al otro, que nos sentimos cómodos, somos buenos amigos, pero no sé qué más.
—Bueno, eso es querer, también, ¿no es así?
—Sí, es así. No sé.

Alejandra toma una tostada, vacila, la coloca de nuevo en el plato. Lo mira, con seriedad:

—¿Querés terminar?¿Estás cansado?
—No, no, no estoy cansado, Ale, por favor, sabés que no es así.
—Pero querés terminar. A eso, no me contestaste. ¿Hay otra mujer que te importe?
—Es que no, bueno, sí, la hay, pero ella no importa, sabes, es que vengo muy poco a la ciudad. Sucede que...

Él se quedó callado, sin saber cómo continuar. Alejandra tomó de nuevo la tostada y deslizó la mermelada con cuidado, casi con parsimonia. Desde tiempo atrás sabía que habría un desayuno como este. O una salida a un cine. O un banco en la plaza. El corazón se le estruja, pequeño y solitario, pero ella continúa untando la tostada, tomando su café con leche, en silencio. ¿Qué puede decirle? En pocos minutos él saldrá a sus negocios, ella a su trabajo y luego a sus lecciones de pintura; no volverán a hablar —a mirarse a los ojos— hasta la noche, en la estación de trenes. ¿Qué contestar en tan breves instantes al hombre que se ama, cuando la desgana lo invade, así sencillamente, entre un sorbo y otro del café? La vence la inutilidad de cualquier protesta, la imposibilidad de soportar la mansa calma con la que él anuncia su desconcierto de sentimientos. Si le gritara, si jurara detestarla, si golpeara la mesa o proclamara amar a otra mujer..., entonces ella sabría qué hacer, lograría encontrar el núcleo de su desesperación, las palabras incendiarias con las que sacudirlo: «Pero qué pedazo de imbécil que sos, ¿no te das cuenta de que me querés como en tu vida lo has hecho? ¿Tan poco te conocés? ¿Costumbre? ¡Las pelotas!».

Pero no. Entonces...

—No te olvidés de meter los libros en la valija, mirá que no estaré aquí para recordártelo...
—No, no, quedate tranquila. ¿Dónde están?
—En el escritorio, claro, ¡si los dejaste ahí!
—Sí, bueno, estoy algo dormido todavía. ¿Te veo en la estación? ¿O querés que te vaya a buscar a la Academia?
—¿Cómo me vas a ir a buscar, si andás con la valija a cuestas? No seas tonto, nos vemos directamente en la estación.


El vendedor de diarios la observa. Una figura lejana, casi solitaria en el andén, que saluda a alguien que se asoma por la ventanilla, quizás en el coche ocho de la formación. El tren se pone en marcha, con dificultad de viejo asmático; la mano de quien está en la ventanilla se agita, cada vez más borrosa. Ella espera mientras el tren pasa a su lado, hasta que el último coche desparece en la curva. Luego se da vuelta y empieza a caminar, lentamente, como quien desea regresar, volver sobre sus pasos. Un leve aire de tristeza la envuelve; es leve pero está allí, inconfundible, se palpa como si fuese materia, quizás por la caída algo pronunciada de sus hombros, o porque la falda revolotea sin gracia alrededor de sus piernas. El vendedor la observa: es hermosa, la mujer, caminando sin prisa por el andén casi vacío, el bolso colgando de su hombro derecho, el suéter blanco. Bella y triste en sus movimientos, pero no con la tristeza de la melancolía —que es gris plata—, sino con la tristeza de la derrota. Que es gris plomo. La observa sin despegar la mirada de ella, y sin embargo no logra advertir en qué momento la mujer cambia —apenas— el andar; pero de pronto y con sorpresa percibe que el balancear de las caderas ya no es el mismo. Veinte pasos la separan del vendedor, y él ve cómo endereza sutilmente la espalda, cómo levanta la cabeza con vehemencia; solo diez pasos, y la falda ahora se agita libre, oscura contra la piel dorada. Pasa a su lado, altiva, la mirada encendida: una hermosa mujer envuelta en el eco desafiante de sus tacos altos, en el andén vacío.