El chico de enfrente
Me quieree pegaar
Pooor un ajíiiiii
Me quieree pegaar
Pooor un ajíiiiii
—¡Nena! ¡Bajá la voz! ¡No dejás dormir a nadie!
—Sí, mami…
—Hablo en serio. O hacés silencio, o te hago entrar… ¡y a la cama!
—Ta bien, mami…
La niña se impulsó de nuevo, envuelta en el viento del columpio subiendo, bajando, subiendo, la cara levantada al cielo y los ojos cerrados. El lazo carmesí en la cintura hacía juego con el que sujetaba su trenza: una nota de color en el blanco del vestido y de su piel translúcida asomando bajo las puntillas.
por un tomate,
poor una taazaa
de chocoolaateee
poor una taazaa
de chocoolaateee
—¡Nenaa…!
Dejó de cantar. La luz de las estrellas atravesaba sus párpados, y ella no quería que la obligaran a cumplir el rito —absurdo, adulto— de encerrarse en la casa, en el dormitorio, entre sábanas que huelen a muerto y no al rocío que crece en las rosas y los jazmines, en los canteros prolijos y el césped recién cortado del parque.
Volvían de una juerga a las tres de la madrugada, zigzagueando por el medio de la calle.
Voces de borrachos, interrumpidas al observar, entre la maleza y el abandono y los postigos sucios de leyendas obscenas, un columpio subiendo, bajando, subiendo. Solitario, como si bastara la luz de la luna para impulsarlo.