—No entendí —dice Juana.
—¿Qué no entendiste?
—Nada.
—¿Cómo que nada? Llevo tres clases explicando ecuaciones de segundo grado... ¡Algo tendrás que haber comprendido del tema!
—No. Esto es muy difícil.
—¿Muy difícil...? A ver, el resto... ¿qué dicen? ¿Tampoco entendieron?
Silencio profundo.
—¡Pero será posible! Elenita... vos, sí... ¡vos! ¿Qué es una ecuación de segundo grado?
—Este... bueno... de segundo grado... bueno, es cuando es mayor que el primer grado, ¿no?
Elenita vacila y se queda mirando el pizarrón, con mirada ausente.
—¿Mayor...? ¿Qué es mayor? ¿Qué cosa es mayor?
—Bueno, es mayor la ecuación, es más grande, eso —contesta Elenita.
—¡Oh, más grande! ... Por favor, Ernesto, no sé qué estás haciendo, ¡pero dejá ya de hacerlo! ¿Me escuchás?
—Sí, profesora, la escucho. Pero no estoy haciendo nada.
Ernesto pone cara de pánfilo, o sea, cara apropiada a las circunstancias.
—Seguro. No estás haciendo nada. Bueno, entonces, ¡ponete a hacer algo ahora mismo! Contestame la pregunta. ¿Puede ser una ecuación más grande?
—Ahh... más grande la... ¿la qué?
—¡Una ecuación, Ernesto, una ecuación! ¡Hace un mes que estamos dando ecuaciones, supongo que sabrás de qué se trata!
Ernesto mira el techo. Él no está seguro si “ecuación” es el nombre de una isla, de un triángulo o de un prócer, pero reconoce a la profesora como la profesora de matemáticas, así que suma uno más uno y se queda con la segunda opción.
—Sí, ... claro... Una ecuación es más grande cuando tiene mayor hipotenusa.
La profesora lo observa, incrédula. El aire se carga de silencio y electricidad.
Se escuchan algunas risitas disimuladas. Algunos, los escasos que tienen alguna idea del tema, miran a su vez a la profesora, esperando expectantes el estallido que traerá emoción a la rutina. Al fondo del aula, tres jovencitos abandonan su disputa sobre fútbol, anoticiados de que “algo pasa”. La parejita que se sienta al lado de la última ventana, no. Ellos no se enteran de que la tercera guerra mundial se apresta a iniciarse allí mismo, al lado de su fervorosa reconciliación de ocultas caricias. Juana, feliz de haber dejado de ser el centro de atención, vuelve a su ocupación habitual: a escondidas, enviar mensajes por el celular a alguno de sus noviecitos. Es una tarea difícil: exige concentración para no equivocarse de destinatario; por eso le desagrada que los profesores la interrumpan durante la clase.
Ernesto, en cambio, epicentro de la furia creciente de la profesora, se agita incómodo en su silla. A él no le interesa siquiera un rabanito las tan mentadas ecuaciones. Pero no le gusta que las dos rubiecitas de atrás —que se creen tan sabihondas— se burlen a sus espaldas, ¡como si responder correctamente al profesor fuese importante! Bueno, las dos rubiecitas, como gustarle, le gustan bastante y más vale mucho, pero ellas no le prestan el tipo de atención que él desea. Piensa en “ese” tipo de atención y se pone un poco más nervioso. Muy nervioso. La silla, ahora, más que resultar incómoda, empieza a calentarse como el infierno.
La profesora, ignorante de todo, devota creyente de que para sus estudiantes la primavera es sólo la estación del año donde los árboles echan hojas, reacciona finalmente y, en un arranque de furia incontrolable, lo baja a hondazos de las alturas imaginativas a las que él había trepado:
—¡Cómo hipotenusa! ¿De dónde hipotenusa? ¡Hay que ser ignorante, Ernesto, no sé cómo llegaste hasta aquí! ¡Un niño de primaria sabe más que vos!
Ernesto, expulsado del paraíso, amedrentado por el griterío y la cara roja y sudorosa de su profesora, alcanza a susurrar con voz lastimera:
—No, me equivoqué, profesora, quise decir catetos.
Al día siguiente la profe pidió licencia. Dijo que estaba enferma, o que no nos quería ver más en su vida, o algo así, no me acuerdo. No importa, el nuevo profesor de matemáticas es excelente. Explica muy claro, le entendemos todo. Ahora nos está enseñando números compasivos. No, compactos. No, no, complejos. Eso, números complejos. Me confundí. Pero igual está bueno. Digo, el profesor de matemáticas está bueno. El único en esta escuela piojosa. ¡Se parece a George Clooney y todo, con esos ojos preciosos! Cuando te mira...bueno... te corre un frío... y ni te cuento cuando escribe en el pizarrón, de atrás está tan bueno como de adelante. Los muchachos dicen que es estúpido y gay, pero eso es porque están celosos.