Portal de navegación del colectivo literario La Tribu 11:

http://latribu11com.blogspot.com


7/9/08

Ruidos en el techo

Me despertó el dolor; no ese de una muela infectada, ni el lacerante de una herida, sino el sordo dolor de músculos agarrotados sobre huesos torcidos. Otra vez me había dormido en el sillón del comedor, el esqueleto mal apoyado sobre el respaldo, la cabeza caída a un costado, los músculos del cuello tironeando para mantener todo junto. Miré la pantalla del televisor: la película había terminado mientras dormía mi sueño de sillón y contracturas. Hay que ser zonza, me dije. Una sensación de náuseas acurrucadas en el estómago me recordó que no había tomado la medicación. Otra zoncera.


Fui a la cocina, llené medio vaso con agua fría, y busqué la tirita de píldoras en la frutera falsa del aparador. Estaba apartando las facturas impagas que flotaban en su superficie cuando me paralizó el ruido en el techo. El galope retumbante, las chapas desencajándose unas de otras casi como si se viniera el techo abajo, y yo allí, frágil en medio de un anunciado derrumbe. Pero no, eran los gatos del vecino, insoportables criaturas insensibles a mi sensibilidad, siempre ocupadas en ignotos menesteres en horarios imposibles. No habría derrumbes, después de todo, y mi fragilidad volvió a solidificarse en cuerpo, órganos y sistemas. Tragué la píldora y el agua y regresé a la cocina para enjuagar el vaso. Eso estaba haciendo cuando el ruido me volvió a paralizar.


Y ahora, ya no se trataba de gatos.


Me vino a la memoria la rima infantil, anoche ya tarde y la noche anterior, llaman a la puerta, tengo que salir y no sé si puedo, me da mucho miedo.


Esta noche, como anoche y la otra noche... cerré la ventana de la cocina, vidrio contra vidrio, madera contra madera. Me apresuré, repasando el mapa de la casa. El baño no, el ventiluz es pequeño, no interesa; al comedor ahora, enredarse en las cortinas de puntillas y encaje, cerrar las hojas de vidrio, tironear la cinta atascada hasta conseguir bajar la persiana. Pasar de largo el dormitorio, las ventanas las cerré antes de la película, correr a la galería, los amplios ventanales abiertos de par en par, que si la galería no sirve para refrescar en verano para qué otra cosa puede servir. Estaba llegando cuando la luz se me fue de todos lados —esta noche, como la otra noche—, súbito cese de propagaciones rectilíneas de haces, de retinas y bastoncillos ópticos, todo ciego, todo inútil. Empecé a tantear los sillones, choqué contra la mesita del teléfono y contuve el gemido por el pie dañado, logré alcanzar la pared de la izquierda, la seguí ladrillo tras ladrillo, revoque tras revoque. Tras un minuto interminable palpé el marco del ventanal. Pensé que lo primero es lo primero, y bajé la persiana metálica de un tirón, de golpe. Luego, más tranquila, recorriendo el vidrio encontré la falleba, la persiana ya baja, el otro vidrio, la otra falleba. Me costó trabajo cerrar ambas hojas y asegurar el pasador, así a oscuras como estaba, así ciega como estaba.


Ya no había más que hacer.


Desandé el camino, ladrillo tras ladrillo, madera lustrada de mesa, pana de sillón, espejo con marco. Al llegar al espacio vacío de la arcada estiré los brazos hasta conseguir tocar la puerta del dormitorio. Desde allí fue más fácil; apenas unos instantes para llegar a la mesa de luz, tironear del cajón, abrirlo, deslizar la mano entre libros, paquetes de cigarrillos y botones sueltos, hasta encontrar la linterna. Guardo una en la mesa, por si los ruidos en medio de la noche, por si la perilla del velador no responde en la oscuridad. Las pilas están un poquito gastadas, la luz es vacilante y vagamente amarillenta, pero sirvió para atravesar el desorden del dormitorio hasta la repisa donde tengo velas y fósforos, precavidamente porque —esta noche y la otra noche.


Podría recorrer la casa armada con mi vela y mi linterna, revisando, reconociendo cada ventana y puerta al exterior, moviendo interruptores de luz, apagar el televisor ahora decididamente inútil, verificar si la puerta de la heladera quedó bien cerrada.


Pero no, mejor no, mejor quedarse en el dormitorio.


Entonces encendí la vela y me senté en la cama, a observar con distraído agotamiento las sombras sobre la pared. Palpé el tobillo que se cruzó con la mesita del teléfono; no parecía necesario preocuparse más por él. Puse en hora el despertador, apagué la vela, acomodé la linterna debajo de la almohada y me acosté, decidida a dormir, pese a todo. Me dije que lo primero a hacer a la mañana siguiente era llamar a la Compañía. No puede ser que caigan dos gotas de agua y corten la electricidad en todo el pueblo.


Mientras tanto —mientras el efecto del somnífero— me acurruqué en la cama, tapándome los oídos, los ojos bien cerrados. Por fin, la lluvia torrencial se descolgó de los truenos premonitorios. Esta noche, como anoche y la otra noche.