Tenía trece años, un mes y diez días cuando se le partió el corazón en dos pedazos.
Fue al salir de la escuela, un mediodía frío, luminoso y celeste, uno de esos mediodías celestes tan raros en invierno y tan imposibles en cualquier otra estación del año. Se tardó unos minutos en la puerta, acordando con sus amigas a qué hora ir a la biblioteca, por el trabajo de geografía. Luego se acomodó la bufanda y comenzó a caminar rápido, sacándose de encima la escuela, perdiendo el olor de la escuela en la leve brisa, olvidando el polvo de la escuela en la vereda de baldosas rojas.
Recién al dar la vuelta a la esquina Elena miró hacia la vereda de enfrente. Él estaba apoyado contra el fresno de la verdulería, con esa extraña cualidad de reposo del felino que, aún relajado, está preparado para saltar sobre su presa. Sonreía y hablaba. La bicicleta del muchacho (azul y amarilla) estaba tirada en el piso, descuidadamente, como un objeto sin importancia. El vaquero desteñido, las zapatillas rojas con los cordones mal anudados, una apoyada suavemente contra el tronco. La chiquilina (estúpida) movía la cabeza negando y agitando su melena de miel (de paja), reía (zorra), la brisa movía la faldita tableada de escuela privada (zorra, zorra) y ella reía (zorra, zorra, zorra).
Entonces, a Elena se le partió el corazón en dos pedazos.
De él, sólo tenía algunas breves charlas, un par de cumpleaños en los que coincidieron y él le dedicó miradas distraídas. Lo que más tenía era un puñado de risas y charlas femeninas, horas de inconexos diálogos sin más objeto que decir su nombre, escuchar su nombre. Lo acabo de ver pasar por la plaza, a las cinco lo ví con la raqueta entrando al club, ¿viste qué bien le queda la campera nueva?, y entonces me dijo: “hola, qué tal”.
Elena está observando su derrota, allí, a la sombra del fresno, y su derrota es tan contundente que ni siquiera puede gritar, enojarse, cruzar la calle y cazar al tigre con una flecha incendiaria justo en el corazón. Porque él a duras penas sabe que Elena existe, y eso la desarma de todos los arcos y fusiles del mundo.
Sólo pudo continuar su camino, con los pedacitos de corazón latiendo sin compás ni armonía, las lágrimas que caen, las manos apretadas en la impotencia de ningún arma, ningún grito, ninguna esperanza.
No se sintió con fuerzas para soportar el almuerzo familiar, las explicaciones, para desnudar su mísero fracaso de amor infantil. Pretextó dolor de cabeza... ¡ese examen de matemáticas! Subió a su habitación, se desvistió y se puso el camisón sólo para evitar la cháchara de su madre, que si por ella fuese se tiraría en la cama así nomás, bufanda y zapatillas y libros gastados. Bajo la manta, la cabeza escondida bajo la manta, lloró su corazón roto hasta quedarse dormida.
En algún momento de esa tarde interminable de té con limón, de “pero no tenés fiebre”, “si seguís así llamo al médico”, “nene, andá a otro lado, no hagas ruido, ¿no ves que tu hermana no se siente bien?”, “llamó María pero le dije que te dolía la cabeza y estabas durmiendo”... en algún momento de esa lenta tarde se hizo la noche; su padre apagó el televisor de la salita, cesaron los ruidos en el baño, y sólo ella quedó despierta en la casa, velando solitariamente sus pedacitos de corazón. Pero a medianoche su estómago joven gruñó sin piedad ni verguenza alguna. Elena se calzó las pantuflas, cargó sobre sí los ojos hinchados, los nudos del cabello revuelto, fue al baño, a la cocina; y sin ánimo de preparar aunque sea un sandwich, cortó un pedazo de tarta de verduras fría. El primer trozo le sentó bien; cortó otro y lo llevó a la salita. No es que pensara en encender el televisor, sólo que las luces blancas de la cocina lastimaban. Ya la segunda porción fue, ¿cómo decirlo?... le deshinchó un poquito los ojos. Distraídamente observó la biblioteca, ese objeto que parecía existir sólo para compartir la habitación con el televisor. La biblioteca que rodeaba al pasar, como una molestia, a la que no se acercaba nunca, por miedo a vaya a saber qué contaminaciones, qué enfermedades. Esa noche, junto con el tercer y último pedazo de tarta, una manzana y un vaso de gaseosa, se llevó a la cama un libro elegido al azar. Lo abrió al azar, también. Las oscuras golondrinas que ya no volverán, desengáñate, como te amé no te amarán.
A él, al que escribió el poema, también se le había roto el corazón en pedacitos. Lloró de nuevo, esta vez por ella y por él, por el que escribió el poema. Y eso la consoló un poquito, apenas un poquito, tanto como un poquito.
Al día siguiente se levantó temprano para ir a la escuela, como siempre. Ejecutó toda las rutinas y llegó puntual a la escuela, sólo que sus ojos estaban algo enrojecidos. Las amigas la acosaron a preguntas; está mal acosar a alguien con preguntas, ¿no es cierto? Sobre todo cuando el corazón se te ha partido. Pero en el recreo les contó. La cofradía se puso en movimiento, aprendices de guerreras en estas lides del amor. Dos se hicieron cargo de Elena -no te preocupes, es un idiota, ya te lo decía yo, además seguro que vos viste mal-, la otra empezó a buscar datos de la chiquilina (zorra), aquella propuso planes para seguirlo a él a sol y sombra.
Quizás tanto plan hubiera dado resultado, quién sabe, pero el caso es que Elena se olvidó de él dos semanas después, cuando en el supermercado contrataron a un joven repartidor de ojos dulcemente castaños y chispas en la sonrisa.
Los años pasaron. Elena ya ni recuerda el nombre de él, apenas su bicicleta azul y amarilla, tirada al lado de un fresno. Cuando de vez en cuando se encuentra con la pandilla de la escuela, a veces se pregunta qué habrá sido de él. ¡El corazón se le partió tantas veces desde aquel día! Siempre cree que no logrará arreglarlo, pero sí, se le arregla de nuevo, es algo que los corazones hacen solos, lo deben aprender en el útero materno. Por las dudas, por si es necesario ayudarlo a encajar arteria con arteria, vena con vena, célula con célula, ella sigue leyendo poesía. Bueno, también escribe poesía. A decir verdad, escribe mucho. Por cierto, está adquiriendo una sólida fama como joven promesa literaria. Sabe que ese día, a los trece años, un mes y diez días, el jovencito de la bicicleta azul y amarilla echó a rodar pequeñas casualidades enredadas entre sí, y por puro azar le abrió futuros impensados. No es que, después, el azar haya faltado a las citas con ella, no, no, siempre asistió puntualmente a cada encrucijada. Sólo que ella aprendió a vivir su vida, a golpes, con pasos de baile, con caricias, a empujones. La construyó de a poco, con estrellas fugaces, horarios de oficina, flores en el cementerio, visitas al ginecólogo, el olor salobre del mar, el corazón rompiéndose y arreglándose. La construyó silenciosamente, con decisión y también con dudas. En ésta su vida le es suficiente recordar la bicicleta azul y amarilla al lado del fresno, para volver a ver con nitidez y ternura a la niña que fue y todavía es, saludándola del otro lado del espejo.
Elena pensaba distraídamente en todo esto y en muchas otras cosas, mientras esperaba que el café se enfriara lo suficiente. Se había dormido, no tenía mucho tiempo si quería pasar por la farmacia antes de ir a la oficina. Ya estaba terminando su último libro. Trataba, todo él, de los dulces ojos castaños que irrumpieron en su vida hace menos de dos años. Su dueño dormía, probablemente con el cobertor caído, seguro abrazado a su osito nuevo pero ya maltratado. Sin dudas alguna, había reservado sus mejores poemas para este ahora, para crearlos en este ahora único de su vida, con el corazón ya entero e indivisible y completo y abrumado por tanto amor que hasta traduce pañales sucios en una línea de poesía. Sale y camina apurada las dos cuadras hasta la farmacia, el monedero, el paraguas y las llaves de la casa. Se impacienta con un cliente que no parece estar seguro qué quiere comprar, a qué vino a la farmacia. Fastidiada, observa a los dos muchachos que ingresan empapados por la lluvia, veinte y pico o treinta años, parecen algo idos, gritan mucho, qué es lo que gritan, por qué gritan, la farmacéutica se congela de miedo, el señor de las gafas también, Elena también, todos se congelan. La farmacia es una pulcra fotografía en blanco y negro, de pronto nadie habla, nadie grita, y en ese instante alguien trata de entrar empujando con fuerza la puerta, la puerta choca contra uno de los asaltantes, él tambalea, casi cae, su compañero se asusta. Elena, en un extraordinario microsegundo de lucidez, se da cuenta que está pensando su mejor poema, las imágenes se le agolpan en la mente y las convierte en palabras sin esfuerzo alguno, encuentra antónimos y parónimos y sinónimos sin siquiera buscarlos. Con el corazón roto en dos pedazos por última vez, irrevocablemente y sin posibilidad de arreglo, cae al suelo, recordando (ahora sí) la cara y el nombre de su antiguo amor. Seguro que la bicicleta azul y amarilla está apoyada en la pared, a la entrada de la farmacia.