Portal de navegación del colectivo literario La Tribu 11:

http://latribu11com.blogspot.com


23/1/08

Espejito, espejito

Amo los espejos. Todos. Los de agua, incluso. Hasta los que deforman, y te ves con esa sonrisa de máscara de horror o gorda como un globo hinchado. Me enamoré de ellos cuando niña: “Espejito, espejito, ¿quién es la más bella del Reino?” “Tú, mi Reina”. ¡Pobre Reina! El espejo la traicionó, él, su más íntimo confidente, su amante más apasionado... Mira que elegir a Blancanieves... ¿Blancanieves? ¿Quién puede considerar bella a esa jovencita pálida y fría? ¡Una imbécil y qué imbécil!... La engañaron con una manzana envenenada...


En fin, ya desde chiquita me enamoré de los espejos. Yo, la Reina. Yo, la más bella de todas. Eso es lo que siempre me decía mi papá. Pero él, como el espejito, también me traicionó. Un día descubrí que la quería más a mamá que a mí, que prefería mirarse en ella, reflejarse en ella, antes que en mí. No, no les voy a contar cómo lo supe, pero créanme, fue horrible. Mi primer espejo roto, como se dice. Quise irme de la casa, lo más lejos posible, pero —pensé— no debo huir como huyó Bancanieves, porque yo soy la Reina.


Como todos saben cuánto me gustan, siempre me regalan espejos en mi cumpleaños, para Navidad o el día de Reyes. En mi habitación hay muchísimos, algunos pequeñitos y otros enormes. Hasta debajo de la cama. Mi reflejo me mira desde todos los ángulos: el reflejo del reflejo de espejos reflejándose entre sí. Me gusta. Rodeada de mí. A veces, tarde en la noche, apago todas las luces y enciendo una linterna. Hago bailar el haz en el aire, entre las superficies y yo, y me invento historias a medida que se van descubriendo muchas mí, todas las mí, apareciendo y desapareciendo, con ojos extraños, con bocas sin dientes o dientes sin boca. Así es como empecé a escribir cuentos. Mis amigos dicen que son buenos cuentos; quizás, luego de terminar la escuela, me dedico a escribir. No sé. Por el momento no puedo, tengo que estudiar. A mi novio también le gustan los espejos. Sino, no saldría con él; odio hacer el amor si no hay espejos donde mirarme. Mi novio cree que es excitante, pero él no sabe apreciar cuánto. Yo sí. El espejo me refleja y yo reflejo al espejo y entonces ambos somos yo y ambos somos la imagen de yo. ¿Qué más se puede pedir?


A mi padre le tengo prohibido entrar en mi habitación; él no me comprende, no comprende la cualidad de los reflejos, la necesidad de los reflejos. Mi madre no puede decirme nada; me cuidé de que la enterraran con un espejito en las manos. Para que pueda verse, cuando los gusanos hicieran su tarea. Como se vio en el momento justo en que.... Me sonrío con delicia cada vez que recuerdo... A veces, también hay que romper algún reflejo.

10/1/08

De felinos y poemas

Tenía trece años, un mes y diez días cuando se le partió el corazón en dos pedazos.

Fue al salir de la escuela, un mediodía frío, luminoso y celeste, uno de esos mediodías celestes tan raros en invierno y tan imposibles en cualquier otra estación del año. Se tardó unos minutos en la puerta, acordando con sus amigas a qué hora ir a la biblioteca, por el trabajo de geografía. Luego se acomodó la bufanda y comenzó a caminar rápido, sacándose de encima la escuela, perdiendo el olor de la escuela en la leve brisa, olvidando el polvo de la escuela en la vereda de baldosas rojas.

Recién al dar la vuelta a la esquina Elena miró hacia la vereda de enfrente. Él estaba apoyado contra el fresno de la verdulería, con esa extraña cualidad de reposo del felino que, aún relajado, está preparado para saltar sobre su presa. Sonreía y hablaba. La bicicleta del muchacho (azul y amarilla) estaba tirada en el piso, descuidadamente, como un objeto sin importancia. El vaquero desteñido, las zapatillas rojas con los cordones mal anudados, una apoyada suavemente contra el tronco. La chiquilina (estúpida) movía la cabeza negando y agitando su melena de miel (de paja), reía (zorra), la brisa movía la faldita tableada de escuela privada (zorra, zorra) y ella reía (zorra, zorra, zorra).

Entonces, a Elena se le partió el corazón en dos pedazos.

De él, sólo tenía algunas breves charlas, un par de cumpleaños en los que coincidieron y él le dedicó miradas distraídas. Lo que más tenía era un puñado de risas y charlas femeninas, horas de inconexos diálogos sin más objeto que decir su nombre, escuchar su nombre. Lo acabo de ver pasar por la plaza, a las cinco lo ví con la raqueta entrando al club, ¿viste qué bien le queda la campera nueva?, y entonces me dijo: “hola, qué tal”.

Elena está observando su derrota, allí, a la sombra del fresno, y su derrota es tan contundente que ni siquiera puede gritar, enojarse, cruzar la calle y cazar al tigre con una flecha incendiaria justo en el corazón. Porque él a duras penas sabe que Elena existe, y eso la desarma de todos los arcos y fusiles del mundo.

Sólo pudo continuar su camino, con los pedacitos de corazón latiendo sin compás ni armonía, las lágrimas que caen, las manos apretadas en la impotencia de ningún arma, ningún grito, ninguna esperanza.

No se sintió con fuerzas para soportar el almuerzo familiar, las explicaciones, para desnudar su mísero fracaso de amor infantil. Pretextó dolor de cabeza... ¡ese examen de matemáticas! Subió a su habitación, se desvistió y se puso el camisón sólo para evitar la cháchara de su madre, que si por ella fuese se tiraría en la cama así nomás, bufanda y zapatillas y libros gastados. Bajo la manta, la cabeza escondida bajo la manta, lloró su corazón roto hasta quedarse dormida.

En algún momento de esa tarde interminable de té con limón, de “pero no tenés fiebre”, “si seguís así llamo al médico”, “nene, andá a otro lado, no hagas ruido, ¿no ves que tu hermana no se siente bien?”, “llamó María pero le dije que te dolía la cabeza y estabas durmiendo”... en algún momento de esa lenta tarde se hizo la noche; su padre apagó el televisor de la salita, cesaron los ruidos en el baño, y sólo ella quedó despierta en la casa, velando solitariamente sus pedacitos de corazón. Pero a medianoche su estómago joven gruñó sin piedad ni verguenza alguna. Elena se calzó las pantuflas, cargó sobre sí los ojos hinchados, los nudos del cabello revuelto, fue al baño, a la cocina; y sin ánimo de preparar aunque sea un sandwich, cortó un pedazo de tarta de verduras fría. El primer trozo le sentó bien; cortó otro y lo llevó a la salita. No es que pensara en encender el televisor, sólo que las luces blancas de la cocina lastimaban. Ya la segunda porción fue, ¿cómo decirlo?... le deshinchó un poquito los ojos. Distraídamente observó la biblioteca, ese objeto que parecía existir sólo para compartir la habitación con el televisor. La biblioteca que rodeaba al pasar, como una molestia, a la que no se acercaba nunca, por miedo a vaya a saber qué contaminaciones, qué enfermedades. Esa noche, junto con el tercer y último pedazo de tarta, una manzana y un vaso de gaseosa, se llevó a la cama un libro elegido al azar. Lo abrió al azar, también. Las oscuras golondrinas que ya no volverán, desengáñate, como te amé no te amarán.

A él, al que escribió el poema, también se le había roto el corazón en pedacitos. Lloró de nuevo, esta vez por ella y por él, por el que escribió el poema. Y eso la consoló un poquito, apenas un poquito, tanto como un poquito.

Al día siguiente se levantó temprano para ir a la escuela, como siempre. Ejecutó toda las rutinas y llegó puntual a la escuela, sólo que sus ojos estaban algo enrojecidos. Las amigas la acosaron a preguntas; está mal acosar a alguien con preguntas, ¿no es cierto? Sobre todo cuando el corazón se te ha partido. Pero en el recreo les contó. La cofradía se puso en movimiento, aprendices de guerreras en estas lides del amor. Dos se hicieron cargo de Elena -no te preocupes, es un idiota, ya te lo decía yo, además seguro que vos viste mal-, la otra empezó a buscar datos de la chiquilina (zorra), aquella propuso planes para seguirlo a él a sol y sombra.

Quizás tanto plan hubiera dado resultado, quién sabe, pero el caso es que Elena se olvidó de él dos semanas después, cuando en el supermercado contrataron a un joven repartidor de ojos dulcemente castaños y chispas en la sonrisa.


Los años pasaron. Elena ya ni recuerda el nombre de él, apenas su bicicleta azul y amarilla, tirada al lado de un fresno. Cuando de vez en cuando se encuentra con la pandilla de la escuela, a veces se pregunta qué habrá sido de él. ¡El corazón se le partió tantas veces desde aquel día! Siempre cree que no logrará arreglarlo, pero sí, se le arregla de nuevo, es algo que los corazones hacen solos, lo deben aprender en el útero materno. Por las dudas, por si es necesario ayudarlo a encajar arteria con arteria, vena con vena, célula con célula, ella sigue leyendo poesía. Bueno, también escribe poesía. A decir verdad, escribe mucho. Por cierto, está adquiriendo una sólida fama como joven promesa literaria. Sabe que ese día, a los trece años, un mes y diez días, el jovencito de la bicicleta azul y amarilla echó a rodar pequeñas casualidades enredadas entre sí, y por puro azar le abrió futuros impensados. No es que, después, el azar haya faltado a las citas con ella, no, no, siempre asistió puntualmente a cada encrucijada. Sólo que ella aprendió a vivir su vida, a golpes, con pasos de baile, con caricias, a empujones. La construyó de a poco, con estrellas fugaces, horarios de oficina, flores en el cementerio, visitas al ginecólogo, el olor salobre del mar, el corazón rompiéndose y arreglándose. La construyó silenciosamente, con decisión y también con dudas. En ésta su vida le es suficiente recordar la bicicleta azul y amarilla al lado del fresno, para volver a ver con nitidez y ternura a la niña que fue y todavía es, saludándola del otro lado del espejo.

Elena pensaba distraídamente en todo esto y en muchas otras cosas, mientras esperaba que el café se enfriara lo suficiente. Se había dormido, no tenía mucho tiempo si quería pasar por la farmacia antes de ir a la oficina. Ya estaba terminando su último libro. Trataba, todo él, de los dulces ojos castaños que irrumpieron en su vida hace menos de dos años. Su dueño dormía, probablemente con el cobertor caído, seguro abrazado a su osito nuevo pero ya maltratado. Sin dudas alguna, había reservado sus mejores poemas para este ahora, para crearlos en este ahora único de su vida, con el corazón ya entero e indivisible y completo y abrumado por tanto amor que hasta traduce pañales sucios en una línea de poesía. Sale y camina apurada las dos cuadras hasta la farmacia, el monedero, el paraguas y las llaves de la casa. Se impacienta con un cliente que no parece estar seguro qué quiere comprar, a qué vino a la farmacia. Fastidiada, observa a los dos muchachos que ingresan empapados por la lluvia, veinte y pico o treinta años, parecen algo idos, gritan mucho, qué es lo que gritan, por qué gritan, la farmacéutica se congela de miedo, el señor de las gafas también, Elena también, todos se congelan. La farmacia es una pulcra fotografía en blanco y negro, de pronto nadie habla, nadie grita, y en ese instante alguien trata de entrar empujando con fuerza la puerta, la puerta choca contra uno de los asaltantes, él tambalea, casi cae, su compañero se asusta. Elena, en un extraordinario microsegundo de lucidez, se da cuenta que está pensando su mejor poema, las imágenes se le agolpan en la mente y las convierte en palabras sin esfuerzo alguno, encuentra antónimos y parónimos y sinónimos sin siquiera buscarlos. Con el corazón roto en dos pedazos por última vez, irrevocablemente y sin posibilidad de arreglo, cae al suelo, recordando (ahora sí) la cara y el nombre de su antiguo amor. Seguro que la bicicleta azul y amarilla está apoyada en la pared, a la entrada de la farmacia.

3/1/08

Todo en un punto

("Las Cosmicómicas" - Ítalo Calvino)



Con arreglo a los cálculos iniciados por Edwin P Hubble sobre la velocidad del alejamiento de las galaxias, se puede establecer el momento en que toda la materia del universo estaba concentrada en un solo punto, antes de empezar a expandirse en el espacio.

Naturalmente que estábamos todos allí ‑dijo el viejo Qfwfq‑, ¿y dónde íbamos a estar, si no? Que pudiese haber espacio, nadie lo sabía todavía. Y el tiempo, ídem: ¿qué quieren que hiciéramos con el tiempo, allí apretados como sardinas?
He dicho "apretados como sardinas" por usar una imagen literaria: en realidad no había espacio, ni siquiera para estar apretados. Cada punto de nosotros coincidía con cada punto de los demás en un punto único que era aquel donde estábamos todos. En una palabra, ni siquiera nos molestábamos, salvo en lo que se refiere al carácter, porque, cuando no hay espacio, tener siempre montado en las narices a un antipático como el señor Pbert Pberd es de lo más cargante.

¿Cuántos éramos? Bueno, nunca pude saberlo, ni siquiera aproximadamente. Para contar hay que poder separarse por lo menos un poquito uno de otro, y nosotros ocupábamos todos el mismo punto. Contrariamente a lo que podría parecer, no era una situación que favoreciese la sociabilidad; sé que por ejemplo en otras épocas los vecinos se frecuentan; allí, en cambio, como todos éramos vecinos, no había siquiera un buenos días ni un buenas noches.

Cada uno terminaba por tener trato solamente con un número restringido de conocidos. Los que yo recuerdo son sobre todo la señora Ph(i)Nko, su amigo De XuaeauX, una familia de emigrados, los Z'zu, y el señor Pbern Pbern que he nombrado. Había también la mujer de la limpieza ‑"adscrita a la manutención" la llamaban‑, una sola para todo el universo, dado lo reducido del ambiente. A decir verdad, no tenía nada que hacer en todo el día, ni siquiera quitar el polvo ‑dentro de un punto no puede entrar ni un granito de polvo‑ y se desahogaba en continuos chismes y lamentos.
Con estos que les he nombrado ya hubiera habido supernumerarios; añadan, además, las cosas que debíamos tener allí amontonadas: todo el material que después serviría para formar el universo, desmontado y concentrado de manera que no conseguías distinguir lo que después pasaría a formar parte de la astronomía (como la nebulosa de Andrómeda), de lo que estaba destinado a la geografía (por ejemplo, los Vosgos) o a la química (como ciertos isótopos del berilo). Además, se tropezaba siempre con los trastos de la fablia Z'zu, catres, colchones, cestas: estos Z'zu, si uno se descuidaba, con la excusa de que eran una familia numerosa hacían como si no hubiera más que ellos en el mundo, pretendían incluso tender cuerdas a través del punto para poner a secar la ropa.
Pero también los otros tenían su parte de culpa con los Z'zu, empezando por la calificación de "emigrados" basada en el supuesto de que mientras los demás estaban allí desde antes, ellos habían venido después. Me parece evidente que éste era un prejuicio infundado, pues no existía ni un antes ni un después ni otro lugar de donde emigrar, pero había quien sostenía que el concepto de "emigrado" podía entenderse al estado puro, es decir, independientemente del espacio y del tiempo.
Era una mentalidad, confesémoslo, limitada, la que teníamos entonces, mezquina. Culpa del ambiente en que nos habíamos formado. Una mentalidad que se ha mantenido en el fondo de todos nosotros, fíjense: sigue asomando todavía hoy, cuando por casualidad dos de nosotros se encuentran ‑en la parada del autobús, en un cine, en un congreso internacional de dentistas‑ y se ponen a recordar aquellos tiempos. Nos saludamos ‑a veces es alguien que me reconoce, a veces yo reconozco a alguien‑ y de pronto empezamos a preguntar por éste y por aquél (aunque cada uno recuerde sólo a algunos de los que recuerda el otro) y así se reanudan las disputas de una época, las maldades, las difamaciones. Hasta que se nombra a la señora Ph(i)Nko ‑todas las conversaciones van a parar siempre allí‑ y entonces de golpe se dejan de lado las mezquindades y uno se siente como elevado por un entemecimiento beatífico y generoso. La señora Ph(i)Nko, la única que ninguno de nosotros ha olvidado y que todos añoramos. ¿Dónde ha ido a parar? Hace tiempo que he dejado de buscarla: la señora Ph(i)Nko; su peho, sus caderas, su batón anaranjado, no la encontraremos más, ni en este sistema de galaxia ni en otro.

Que quede bien claro, a mí la teoría de que el universo, después de haber alcanzado un grado extremo de enrarecimiento, volverá a condensarse y que, por lo tanto, nos tocará encontrarnos en aquel punto para recomenzar después, nunca me ha convencido. Y, sin embargo, son tantos los que cuentan solamente con eso, los que siguen haciendo proyectos para cuando estemos todos de nuevo allí. El mes pasado entro en el café de aquí de la esquina, ¿y a quién veo? Al señor Pbert Pberd. ‑¿Qué cuenta de bueno? ¿Qué anda haciendo por aquí? ‑Me entero de que tiene una representación de material plástico en Pavía. Está tal cual, con su diente de oro y los tirantes floreados. ‑Cuando volvamos allá ‑me dice en voz baja‑ habrá que fijarse para que esta vez cierta gente quede afuera... Usted me entiende: esos Z'zu...
Hubiera querido contestarle que esta conversación ya se la he escuchado a más de uno, con el añadido: "Usted me entiende... el señor Pbert Pberd..."
Para no dejarme arrastrar por la pendiente, me apresuré a decir: ‑Y a la señora Ph(i)Nko, ¿cree que la encontraremos?
‑Ah, sí... A ella sí... ‑dijo enrojeciendo.

El gran secreto de la señora Ph(i)Nko es que nunca ha provocado celos entre nosotros. Ni tampoco chismes. Que se acostaba con su amigo, el señor De XuaeauX, era sabido. Pero en un punto, si hay una cama, ocupa todo el punto; por lo tanto, no se trata de acostarse, sino de estar en la cama, porque todo el que está en el punto está también en la cama. Por consiguiente, era inevitable que ella se acostara también con cada uno de nosotros. Si hubiera sido otra persona, quién sabe cuántas cosas se habrían dicho a sus espaldas. La mujer de la limpieza estaba siempre dando rienda suelta a la maledicencia, y los otros no se hacían rogar para imitarla. De los Z'zu, para no variar, las cosas horribles que había que oír: padre hijas hermanos hermanas madre tías, no había insinuación retorcida que los parara. Con ella, en cambio, era distinto: la felicidad que me venía de la señora Ph(i)Nko era al mismo tiempo la de esconderme yo puntiforme en ella, y la de protegerla a ella puntiforme en mí, era contemplación viciosa (dada la promiscuidad del converger puntiforme de todos en ella) y al mismo tiempo casta (dada la impenetrabilidad puntiforme de ella). En una palabra, ¿qué más podía pedir?

Y todo esto, así como era cierto para mí, valía también para cada uno de los otros. Y para ella: contenía y era contenida con la misma alegría, y nos acogía y amaba y habitaba a todos por igual.
Estábamos tan bien todos juntos, tan bien, que algo extraordinario tenía que suceder. Bastó que en cierto momento ella dijese: ‑¡Muchachos, si tuviera un poco de espacio, cómo me gustaría amasarles unos tallarines! ‑Y en aquel momento todos pensamos en el espacio que hubieran ocupado los redondos brazos de ella moviéndose adelante y atrás con el rodillo sobre la lámina de masa, el pecho de ella bajando lentamente sobre el gran montón de harina y huevos que llenaba la ancha tabla de amasar mientras sus brazos amasaban, amasaban, blancos y untados de aceite hasta el codo; pensamos en el espacio que hubiera ocupado la harina, y el trigo para hacer la harina, y los campos para cultivar el trigo, y las montañas de las que bajaba el agua para regar los campos, y los pastos para los rebaños de terneras que darían la carne para la salsa; en el espacio que sería necesario para que el Sol llegase con sus rayos a madurar el trigo; en el espacio para que de las nubes de gases estelares el Sol se condensara y ardiera; en la cantidad de estrellas y galaxias y aglomeraciones galácticas en fuga por el espacio que serían necesarias para tener suspendida cada galaxia, cada nebulosa, cada sol, cada planeta, y en el mismo momento de pensarlo ese espacio infatigablemente se formaba, en el mismo momento en que la señora Ph(i)Nko pronunciaba sus palabras: ‑...los tallarines, ¡eh, muchachos!‑; el punto que la contenía a ella y a todos nosotros se expandía en una irradiación de distancias de años‑luz y siglos‑luz y millones de milenios‑luz, y nosotros lanzados a las cuatro puntas del Universo (el señor Pbert Pberd hasta Pavía), ella disuelta en no sé qué especie de energía luz calor, ella, la señora Ph(i)Nko, la que en medio de nuestro cerrado mundo mezquino había sido capaz de un impulso generoso, el primer "¡Muchachos, qué tallarines les serviría!", un verdadero impulso de amor general, dando comienzo a la vez al concepto de espacio y al espacio propiamente dicho, y al tiempo, y a la gravitación universal, y al universo gravitante, haciendo posibles millones de soles, y de planetas, y de campos de trigo, y de señoras Ph(i)Nko dispersas por los continentes de los planetas que amasan con los brazos untados y generosos y enharinados y desde aquel momento perdida y nosotros llorándola.

1/1/08

Después del ómnibus y la lluvia

Se acomodó en el hueco de su brazo, confiada, dulcemente. Saúl extendió los abrigos sobre ambos, armando una improvisada manta.

—¿Estás cómoda?
—Mmm... sí...
—¿Tenés frío?
—No, qué voy a tener. Está todo bien, mi amor.

Lily miró por la ventanilla. Afuera, la lluvia mansa, el reflejo de ocasionales faros sobre el vidrio mojado. En el interior del ómnibus, la oscuridad y ellos en un mundo chiquito, hecho a medida para los dos. Se dijo que sería bueno seguir así por todos los caminos, de noche y con lluvia y sin llegar nunca a destino alguno. Levantó la cabeza y le dejó un leve beso en la barba incipiente. Saúl sonrió ante la caricia:

—Vamos, duérmete de una vez.
—Sí, sí, ya me duermo... sólo que...
—¿Sólo qué?
—Estoy un poquito preocupada, ¿sabés?
—No me digas que todavía...., pero si serás tonta, querida.
—No me digas tonta. No soy tonta. De verdad, ¿y si les caigo mal a tus padres?
—¿Cómo vas a caerles mal?
—Puede ser, ¿no?
—No. Y además, lo que importa es que a mí no me caes mal.
-¿No?

Saúl se inclinó y la besó. Apretó el abrazo protector y siguió besándola, murmurando esas palabras que se dicen (se murmuran) sólo cuando llueve, y entonces la oscuridad es abrigo, y el calor es calor de leños encendidos en los primeros fríos.

Estrépito.

Lily conoció a los padres de Saúl, sólo que no de la forma prevista. Se encontraron quince días después del accidente, aturdidos por las flores en descomposición y frente a una tumba recién cavada.
Dos semanas fue el tiempo que Lily estuvo internada en el hospital. Poco recuerda de los primeros días. Su madre, cada vez que recuperaba la conciencia. El vendaje en el brazo. La fiebre y las imágenes: el rictus deformado en la cara de Saúl, las ruedas aún girando, ¿cuándo pararán? La fiebre y más imágenes: la señora gorda en la cuneta, una maleta marrón, la extraña que la mira con ojos de azul desvaído, el niño arrastrándose entre los vidrios astillados. El hilo de sangre que baja por el mentón de Saúl. La lluvia que cae sobre Saúl y le lava la sangre y el barro.

Luego.

Luego están todos los recuerdos, blancos, despiadados, atrozmente vívidos. El dolor de las heridas, el dolor hirviente del rictus y el hilo de sangre. Su madre sosteniéndola, acunándola mientras Lily grita, ahora que sabe que el bebé no, que no más, que nunca más, que todos los futuros le explotaron en su indefenso vientre una noche de lluvia.
Volvió a su departamento de estudiante, con una cicatriz en el brazo izquierdo, arrastrando una leve cojera y esterilizada en el cuerpo y en el corazón.


¿Cómo sobrevivió esos meses? Creo que ni ella llegó a saberlo con certeza. Estaban sus padres, estábamos sus amigos, sus compañeros. La convencimos de volver a clases, la arrastramos al cine, la acompañamos en los largos insomnios, lloramos con ella y por ella. Las pesadillas la atacaban noche tras noche, nos contaba. Despertaba con las manos como garras apretando las sábanas, viendo los ojos muertos de Saúl, los ojos azul desvaído de la extraña. Amanecía a cualquier hora de la madrugada, gritando el nombre del niño nunca nacido ni nombrado, aullando el nombre del amante perdido en un ómnibus una noche de lluvia.

Creo que estudiar le vino bien; por lo menos la ayudó a olvidar de a ratos. Comenzó a recuperarse con lentitud de caracol y también con persistencia de caracol. Se notaba que dormía mejor, la piel más luminosa, la sonrisa que aparecía intempestiva y brevemente. Un día le pregunté por sus pesadillas, y me contestó que casi no soñaba con el ómnibus y el estrépito y las caras y los ojos y los miembros dislocados. Seguramente debía ser así, porque Lily ya no caía en crisis de pánico cuando las tormentas, ni vivía pendiente del parte meteorológico.

Seis meses después del accidente me recibí; fui la primera del grupo, así que los festejos fueron en grande. Aunque sin Saúl. La recuerdo a Lily, sentada, con las manos quietas en la falda, sonriendo valientemente, como una niña en su primer baile. Una niña que ha sido desdeñada, que mira desconcertada una alegría que otros decretaron le fuese ajena.
En fin, desparramé mi curriculum a troche y moche, y terminé yéndome a vivir a Mendoza, detrás de una buena oferta laboral. Chatéabamos seguido con Lily y el resto de la barra, intentando acortar distancias. Pero ya se sabe, no es fácil. Mi vida ingresó a otros paisajes, distintas preocupaciones, nuevos amigos y amores. Lentamente fui separándome de mi vida de estudiante.

Volví recién cuando, ¡por fin!, el tarambana de Juancito se recibió. Eso no me lo podía perder por nada del mundo. Festejamos al nuevo ingeniero con vino y choripanes y café y medialunas, hasta que el otro día nos encontró rendidos en sillones y almohadones, medio dormidos pero aún disparatados. Esa larga noche me dí un atracón de abrazos, de mimos, de noticias, de charlas insustanciales y sustanciales. Allí conocí al nuevo novio de Lily. Fue difícil, sé que estaba bien, que era bueno que Lily otra vez ..., yo misma la alenté por teléfono, por el chat, pero no sé... Saúl en los hierros retorcidos, Saúl mi compañero de estudios, ahora sin dudas muerto y justo con tanto reencuentro, justo cuando recuperaba mis años de estudiante, y con ellos, a él.
Lily estaba radiante, reía sin cesar y no sólo por el vino. Sergio la abrazaba, tiraba de ella para bailar nuestras ridículas rondas, y ella cerraba los ojos y giraba, la sonrisa infantil y las manos revoloteando en el aire. De tanto en tanto, cuando los truenos irrumpían entre la música, ella se estremecía. Ligeramente. Nada que no pudiera explicarse por un instinto de animal buscando refugio ante la tormenta.
Como a las tres de la madrugada, la bebida me puso mal y Lily me acompañó al baño. No sé cómo fue que salió el tema, pero mientras me lavaba la boca para sacarme el gusto a vómito, Lily, sentada en la bañadera, me contó que nunca se le fueron del todo sus pesadillas. A veces soñaba que estaba en un nicho, y la extraña la encerraba tras una pared de ladrillos, ante la mirada impávida de Saúl. Metódicamente, ladrillo tras ladrillo, iba levantando la pared —como en el cuento de Poe, ¿te acordás?— A lo mejor no fue tan así la conversación; no recuerdo bien, al fin y al cabo estaba medio borracha y vomitando bilis sin parar.

Al día siguiente, a solas y con una rosa, fui a despedirme —esta vez para siempre— de Saúl. Regresé a Mendoza sin volver a ver a Lily.