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7/9/08

Ruidos en el techo

Me despertó el dolor; no ese de una muela infectada, ni el lacerante de una herida, sino el sordo dolor de músculos agarrotados sobre huesos torcidos. Otra vez me había dormido en el sillón del comedor, el esqueleto mal apoyado sobre el respaldo, la cabeza caída a un costado, los músculos del cuello tironeando para mantener todo junto. Miré la pantalla del televisor: la película había terminado mientras dormía mi sueño de sillón y contracturas. Hay que ser zonza, me dije. Una sensación de náuseas acurrucadas en el estómago me recordó que no había tomado la medicación. Otra zoncera.


Fui a la cocina, llené medio vaso con agua fría, y busqué la tirita de píldoras en la frutera falsa del aparador. Estaba apartando las facturas impagas que flotaban en su superficie cuando me paralizó el ruido en el techo. El galope retumbante, las chapas desencajándose unas de otras casi como si se viniera el techo abajo, y yo allí, frágil en medio de un anunciado derrumbe. Pero no, eran los gatos del vecino, insoportables criaturas insensibles a mi sensibilidad, siempre ocupadas en ignotos menesteres en horarios imposibles. No habría derrumbes, después de todo, y mi fragilidad volvió a solidificarse en cuerpo, órganos y sistemas. Tragué la píldora y el agua y regresé a la cocina para enjuagar el vaso. Eso estaba haciendo cuando el ruido me volvió a paralizar.


Y ahora, ya no se trataba de gatos.


Me vino a la memoria la rima infantil, anoche ya tarde y la noche anterior, llaman a la puerta, tengo que salir y no sé si puedo, me da mucho miedo.


Esta noche, como anoche y la otra noche... cerré la ventana de la cocina, vidrio contra vidrio, madera contra madera. Me apresuré, repasando el mapa de la casa. El baño no, el ventiluz es pequeño, no interesa; al comedor ahora, enredarse en las cortinas de puntillas y encaje, cerrar las hojas de vidrio, tironear la cinta atascada hasta conseguir bajar la persiana. Pasar de largo el dormitorio, las ventanas las cerré antes de la película, correr a la galería, los amplios ventanales abiertos de par en par, que si la galería no sirve para refrescar en verano para qué otra cosa puede servir. Estaba llegando cuando la luz se me fue de todos lados —esta noche, como la otra noche—, súbito cese de propagaciones rectilíneas de haces, de retinas y bastoncillos ópticos, todo ciego, todo inútil. Empecé a tantear los sillones, choqué contra la mesita del teléfono y contuve el gemido por el pie dañado, logré alcanzar la pared de la izquierda, la seguí ladrillo tras ladrillo, revoque tras revoque. Tras un minuto interminable palpé el marco del ventanal. Pensé que lo primero es lo primero, y bajé la persiana metálica de un tirón, de golpe. Luego, más tranquila, recorriendo el vidrio encontré la falleba, la persiana ya baja, el otro vidrio, la otra falleba. Me costó trabajo cerrar ambas hojas y asegurar el pasador, así a oscuras como estaba, así ciega como estaba.


Ya no había más que hacer.


Desandé el camino, ladrillo tras ladrillo, madera lustrada de mesa, pana de sillón, espejo con marco. Al llegar al espacio vacío de la arcada estiré los brazos hasta conseguir tocar la puerta del dormitorio. Desde allí fue más fácil; apenas unos instantes para llegar a la mesa de luz, tironear del cajón, abrirlo, deslizar la mano entre libros, paquetes de cigarrillos y botones sueltos, hasta encontrar la linterna. Guardo una en la mesa, por si los ruidos en medio de la noche, por si la perilla del velador no responde en la oscuridad. Las pilas están un poquito gastadas, la luz es vacilante y vagamente amarillenta, pero sirvió para atravesar el desorden del dormitorio hasta la repisa donde tengo velas y fósforos, precavidamente porque —esta noche y la otra noche.


Podría recorrer la casa armada con mi vela y mi linterna, revisando, reconociendo cada ventana y puerta al exterior, moviendo interruptores de luz, apagar el televisor ahora decididamente inútil, verificar si la puerta de la heladera quedó bien cerrada.


Pero no, mejor no, mejor quedarse en el dormitorio.


Entonces encendí la vela y me senté en la cama, a observar con distraído agotamiento las sombras sobre la pared. Palpé el tobillo que se cruzó con la mesita del teléfono; no parecía necesario preocuparse más por él. Puse en hora el despertador, apagué la vela, acomodé la linterna debajo de la almohada y me acosté, decidida a dormir, pese a todo. Me dije que lo primero a hacer a la mañana siguiente era llamar a la Compañía. No puede ser que caigan dos gotas de agua y corten la electricidad en todo el pueblo.


Mientras tanto —mientras el efecto del somnífero— me acurruqué en la cama, tapándome los oídos, los ojos bien cerrados. Por fin, la lluvia torrencial se descolgó de los truenos premonitorios. Esta noche, como anoche y la otra noche.

20/7/08

Los consejos del Viejo Vizcacha - José Hernández

(756)
Me parece que lo veo
con su poncho calamaco,
despues de echar un güen taco,
ansí principiaba a hablar:
"Jamás llegues a parar
ande veas perros flacos."
(757)
"El primer cuidao del hombre
es defender el pellejo.
Lleváte de mi consejo,
fijáte bien en lo que hablo:
el diablo sabe por diablo,
pero más sabe por viejo."
(758)
"Hacéte amigo del Juez;
no le des de que quejarse;
y cuando quiera enojarse
vos te debés encoger,
pues siempre es güeno tener
palenque ande ir a rascarse."
(759)
"Nunca le llevés la contra,
porque él manda la gavilla:
allí sentao en su silla,
ningún güey le sale bravo;
a uno le da con el clavo
y a otro con la cantramilla."
(760)
"El hombre, hasta el más soberbio,
con más espinas que un tala,
aflueja andando en la mala
y es blando como manteca:
hasta la hacienda baguala
cai al jagüel con la seca."
(761)
"No andés cambiando de cueva;
hacé las que hace el ratón.
Conserváte en el rincón
en que empezó tu esistencia:
vaca que cambia querencia
se atrasa en la parición."
(762)
Y menudiando los tragos
aquel viejo, como cerro,
"No olvidés", me decía,"Fierro,
que el hombre no debe crer
en lágrimas de mujer
ni en la renguera del perro."
(763)
"No te debes afligir
aunque el mundo se desplome.
Lo que más precisa el hombre
tener, según yo discurro,
es la memoria del burro,
que nunca olvida ande come.


José Hernández (1834 – 1886)
El extracto anterior corresponde a “La vuelta del Martín Fierro” (1879), capítulo XV

13/5/08

Estudiando de noche

Junio de 1973

Estudió hasta el amanecer, encorvado sobre los libros, memorizando frases y ecuaciones, a veces desandando el camino para encontrar el sentido que se le había escapado una página atrás. Durante largas horas se había mantenido a café, mientras traducía los escritos en imágenes asequibles por su cansada mente, a lo último ya descifrando las letras con ayuda de una lupa. Ahora, en el ritual final de sus noches de estudio, cerró los libros y el cuaderno de anotaciones, colocó el capuchón a la lapicera y se estiró hacia atrás en la butaca, dejando que lo aprendido fluyera entre sinapsis y nervios, decantara entre conscientes y subconscientes.

Luego se levantó, abrió el ventanal del balcón y se quedó allí, justo en la interface entre el aire pesado de la habitación calefaccionada y el viento frío del invierno. Afuera crecía una leve luminosidad por detrás del cemento y las neblinas. Observó con detenimiento los edificios de la vereda de enfrente. Casi todas las ventanas tapiadas, espacios aún oscuros y silenciosos, esa suerte de muerte nocturna de la ciudad. Lástima que abajo, en la calle, la ciudad no se muriera, puro estrépito y bocinazos y chirridos. Recordó otra vez los campos callados de su infancia, la soledad de humanidad, los cielos escandalosamente desmedidos.

¿Era ya la hora? No, se dijo a sí mismo, todavía no. Con lentitud cerró el ventanal y guardó sus cosas de estudiante. Un desayuno le levantaría el ánimo, café con leche y tostadas y manteca y dulce de leche, sin periódico y con la familia aún durmiendo. Luego habría que pensar en bañarse, la corbata, el saco, el maletín y la oficina. Agachando los hombros, agachando la cabeza, otro día más, otro infinito de rutina a prueba de fugas.

Julio de 1973

Durante un par de días la noticia estuvo en la primera página de los diarios de Capital. Un hombre de 42 años, empleado en una compañía de seguros, una familia común de clase media, una existencia aburridamente normal. Salvo que una mañana su esposa lo halló muerto, tirado sobre su escritorio y con la lapicera todavía en la mano.

Lo interesante de la historia no fue que se muriera, sino que nadie logró averiguar de qué. No había muerto ahorcado, decapitado, ahogado, quemado o sepultado por una avalancha. No se le encontró heridas, golpes o pinchazos. No se halló rastro alguno de sustancias extrañas en su organismo. Su historial médico era casi increíble de tan impecable. La autopsia no reveló que padeciera de trastorno alguno, no hablemos ya de un trastorno mortal. Sólo estaba muerto, y con una rara expresión de calma en su rostro, rara y persistente a decir verdad, porque se mantuvo pese a tanto manoseo del cadáver.

El misterio de la muerte sin motivo, así encabezó los titulares un pasquín de poca monta. Si estaba enfermo, ¿de qué? Si se había suicidado, ¿cómo lo había hecho? La esposa fue considerada sospechosa de asesinato, sí, pero tuvieron que dejarla libre de tales sospechas: si lo había asesinado, ¿cómo lo había logrado?

En el curso de la investigación apareció un detalle curioso: no se halló señal de los libros y cuadernos con los que se encerraba muchas noches. Ni siquiera un mísero papel que justificara que se muriera con una lapicera en la mano, y encima sin capuchón. Parece que el hombre quería progresar en la empresa: estaba siguiendo unos estudios universitarios en marketing. Lástima que la policía averiguó que no estaba inscripto en curso alguno en la universidad o en otra institución.

Los investigadores terminaron archivando el misterio de los libros esfumados de un curso que nunca existió, estudiados por un hombre que, de buenas a primeras, se murió sin hacerle caso a la medicina o al sentido común. La compañía de seguros se convenció de que no era demostrable suicidio o asesinato por los deudos, y que no le quedaba otra que pagar el seguro de vida. Como era sustancioso, la familia logró rescindir el contrato de alquiler del departamento y comprar uno en otro edificio y otro barrio.Todas las semanas iban al cementerio, a llevarle flores al difunto. Con el correr del tiempo, la viuda se volvió a casar, echó al suegro del departamento y dejó de visitar la tumba. Su nuevo marido se jugó a las patas de los caballos los ahorros conseguidos con la muerte del anterior, y ella terminó limpiando pisos por centavos la hora.

Julio de 1932

El viento corre a campo traviesa, glacial, desnudando el paisaje hasta los huesos. El rancho se agazapa contra una formación rocosa, única protección en kilómetros a la redonda. Bajo el alero, el hombre mira y toma mate, toma mate y se empapa en la lujuria del amanecer. Unos cuarenta años, forastero, aún no curtido por soles y aguaceros. En realidad, su piel parece tan suave como la de un recién nacido. Así comentaron en el poblado más cercano la primera vez que apareció, con una pesada bolsa con libros y papeles, pero falto de cacerolas, yerba, azúcar, harina y sal.

En ese inclemente invierno lo volvieron a ver otras veces, buscando madera y clavos para arreglar las ventanas, preguntando por la compra de animales de cría o en dónde herrar su caballo. No parecía persona afecta a hacer bromas, pero reía mucho y con alegría contagiosa, y solía contar historias interesantes, de las que se disfrutan al abrigo del frío y con una botella de vino tinto a mano. Pagaba sus gastos con prolijas reparaciones de carpintería; eso le parecía bien a los lugareños, porque aún faltaría un tiempito para que las ovejas le rindieran alguna ganancia. Como se dice, un buen hombre, de los que no se meten con nadie, de los que hacen su trabajo y en paz.
Eso sí, se notaba que era persona instruida, hablaba bien, con corrección, hasta sabía escribir. Y con tantos libros, cómo no. Ël decía que los libros eran un recuerdo de otra época, de la época en que fue estudiante. Los paisanos no son curiosos, y nadie le preguntó qué estudiaba. Ël tampoco lo dijo.

Se sabía que la Etelvina solía ir al rancho de vez en cuando, de seguro a calentar un poco la cama. Un día pasó por el poblado un cura viajero y, para que no vivieran en pecado, los casó, así, de camino, como quien dice. La Etelvina era mucho más joven que él, pero no una niña, y se apresuró a parirle hijos. Dos nacieron muertos y uno se descalabró la cabeza al caer del caballo. Sobrevivieron tres varones y una mujer; con los años hicieron lo que debían, se casaron y se fueron a buscar su lugar en el mundo. Salvo el menor. El menor se quedó, hombro con hombro con el padre, trasquilando ovejas, arreglando techos y corrales. A su debido tiempo llegaron la nuera y los nietos.

La historia grande fue pasando al costado del rancho, apenas dejando una radio para escuchar un ocasional noticiero. Las guerras y revoluciones parecían detenerse justito ahí, en la tranquera azotada por los vientos. El forastero ya tenía la piel curtida, las arrugas profundas y un insidioso reumatismo. Seguía sentándose cada amanecer y cada anochecer bajo el alero, ahora con su hijo, conversando en silencio y atendiendo a los cielos púrpuras, a las lluvias, a los soles y estrellas. Los vecinos solían caerse por el rancho, le traían cartas y papeles para que él se los leyera o se los escribiera. O simplemente venían a dar una mano en las épocas de mucho trabajo, o a un asadito, a una mateada con tortas fritas, a hablar de las cosas de las que vale la pena hablar.

Yo era un chico en esa época, y trabajaba allí por una cama, la comida, las alpargatas y poco más, que ya era mucho en aquellos años de miseria. Era un buen patroncito, y de sus consejos me he valido toda la vida. Aprendí de él a leer y a escribir. También a escuchar el amanecer, el viento, el silencio.

La Etelvina se le fue una tarde de polvo y nubes; según dicen, su corazón se declaró incapaz de latir. El patroncito anduvo unos días como perro sin dueño, olfateando el olor de ella por todos los rincones del rancho. Quizás su corazón también estaba gastado, porque menos de un mes después se quedó muerto al amanecer, con la pava y el mate, bajo el alero.

Un buen hombre que vivió una buena vida y supo cuándo irse, ése fue el epitafio de los paisanos. Lo enterramos al lado de la Etelvina, para que no estuviera solo. Ese día cerré por luto la escuelita del pueblo; al fin y al cabo el patroncito ayudó a construirla, sin contar que gracias a él tuve el coraje de estudiar para maestro.

Una semana después ví al hijo sacar del cobertizo una bolsa de tela, viejísima, oscura de tierra y telarañas. Cavó un pozo en el gallinero y allí quemó la bolsa. Me dijo que su padre se lo había pedido. Los libros estaban casi deshechos en polvo y ardieron bien y rápido. Alcancé a ver algunos renglones, ininteligibles, seguro escritos en otro idioma.

Si mal no recuerdo, fue por julio del 73, un invierno tan crudo como los de antes.

20/4/08

No entendí

—No entendí —dice Juana.

—¿Qué no entendiste?

—Nada.

—¿Cómo que nada? Llevo tres clases explicando ecuaciones de segundo grado... ¡Algo tendrás que haber comprendido del tema!

—No. Esto es muy difícil.

—¿Muy difícil...? A ver, el resto... ¿qué dicen? ¿Tampoco entendieron?


Silencio profundo.


—¡Pero será posible! Elenita... vos, sí... ¡vos! ¿Qué es una ecuación de segundo grado?

—Este... bueno... de segundo grado... bueno, es cuando es mayor que el primer grado, ¿no?


Elenita vacila y se queda mirando el pizarrón, con mirada ausente.


—¿Mayor...? ¿Qué es mayor? ¿Qué cosa es mayor?

—Bueno, es mayor la ecuación, es más grande, eso —contesta Elenita.

—¡Oh, más grande! ... Por favor, Ernesto, no sé qué estás haciendo, ¡pero dejá ya de hacerlo! ¿Me escuchás?

—Sí, profesora, la escucho. Pero no estoy haciendo nada.


Ernesto pone cara de pánfilo, o sea, cara apropiada a las circunstancias.


—Seguro. No estás haciendo nada. Bueno, entonces, ¡ponete a hacer algo ahora mismo! Contestame la pregunta. ¿Puede ser una ecuación más grande?

—Ahh... más grande la... ¿la qué?

—¡Una ecuación, Ernesto, una ecuación! ¡Hace un mes que estamos dando ecuaciones, supongo que sabrás de qué se trata!


Ernesto mira el techo. Él no está seguro si “ecuación” es el nombre de una isla, de un triángulo o de un prócer, pero reconoce a la profesora como la profesora de matemáticas, así que suma uno más uno y se queda con la segunda opción.


—Sí, ... claro... Una ecuación es más grande cuando tiene mayor hipotenusa.


La profesora lo observa, incrédula. El aire se carga de silencio y electricidad.


Se escuchan algunas risitas disimuladas. Algunos, los escasos que tienen alguna idea del tema, miran a su vez a la profesora, esperando expectantes el estallido que traerá emoción a la rutina. Al fondo del aula, tres jovencitos abandonan su disputa sobre fútbol, anoticiados de que “algo pasa”. La parejita que se sienta al lado de la última ventana, no. Ellos no se enteran de que la tercera guerra mundial se apresta a iniciarse allí mismo, al lado de su fervorosa reconciliación de ocultas caricias. Juana, feliz de haber dejado de ser el centro de atención, vuelve a su ocupación habitual: a escondidas, enviar mensajes por el celular a alguno de sus noviecitos. Es una tarea difícil: exige concentración para no equivocarse de destinatario; por eso le desagrada que los profesores la interrumpan durante la clase.

Ernesto, en cambio, epicentro de la furia creciente de la profesora, se agita incómodo en su silla. A él no le interesa siquiera un rabanito las tan mentadas ecuaciones. Pero no le gusta que las dos rubiecitas de atrás —que se creen tan sabihondas— se burlen a sus espaldas, ¡como si responder correctamente al profesor fuese importante! Bueno, las dos rubiecitas, como gustarle, le gustan bastante y más vale mucho, pero ellas no le prestan el tipo de atención que él desea. Piensa en “ese” tipo de atención y se pone un poco más nervioso. Muy nervioso. La silla, ahora, más que resultar incómoda, empieza a calentarse como el infierno.

La profesora, ignorante de todo, devota creyente de que para sus estudiantes la primavera es sólo la estación del año donde los árboles echan hojas, reacciona finalmente y, en un arranque de furia incontrolable, lo baja a hondazos de las alturas imaginativas a las que él había trepado:


—¡Cómo hipotenusa! ¿De dónde hipotenusa? ¡Hay que ser ignorante, Ernesto, no sé cómo llegaste hasta aquí! ¡Un niño de primaria sabe más que vos!


Ernesto, expulsado del paraíso, amedrentado por el griterío y la cara roja y sudorosa de su profesora, alcanza a susurrar con voz lastimera:


—No, me equivoqué, profesora, quise decir catetos.


Al día siguiente la profe pidió licencia. Dijo que estaba enferma, o que no nos quería ver más en su vida, o algo así, no me acuerdo. No importa, el nuevo profesor de matemáticas es excelente. Explica muy claro, le entendemos todo. Ahora nos está enseñando números compasivos. No, compactos. No, no, complejos. Eso, números complejos. Me confundí. Pero igual está bueno. Digo, el profesor de matemáticas está bueno. El único en esta escuela piojosa. ¡Se parece a George Clooney y todo, con esos ojos preciosos! Cuando te mira...bueno... te corre un frío... y ni te cuento cuando escribe en el pizarrón, de atrás está tan bueno como de adelante. Los muchachos dicen que es estúpido y gay, pero eso es porque están celosos.