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16/12/07

Morir de amor

El mausoleo parecía ser tan viejo como el cementerio. Capa de pintura sobre capa de pintura, depositadas como estratos geológicos, pero todas igualmente desconchadas. La pátina de verdín asoma, sin falsos pudores, entre los restos de antiguos blancos y amarillos.

“Vejez, abandono, suciedad”, pensó ella. Sin embargo, era aquí, sin equivocación posible. Miró a todos lados: nadie. Un chasquido cercano. Con inquietud, repasó las sombras fluctuantes de los alrededores. Nadie. Por supuesto, ¿quién merodea en un cementerio abandonado, a las dos de la madrugada?
Tironeó del portón oxidado y casi resbala cuando se abrió de golpe, girando sobre –evidentemente- goznes bien aceitados. Ella sonrió para sí, pensando que después de todo, no parecía tan mal.

Descendió con precaución los escalones; y se encontró en un recinto poco iluminado, salpicado de tumbas de piedra y poltronas de cuero. Aspiró con fruición el olor: madera lustrada, aromas a jazmín y rosas. El vampiro la esperaba, sí. Al verla, dejó el libro, se levantó con presteza y se acercó, extendiendo ambas manos en ademán de invitación:

— ¡Has venido, sin embargo!

— Sí. No conseguí conciliar el sueño, y al fin, pensé que bien podía aceptar tu invitación — contestó ella, dejando que las manos de él aferraran las suyas. Tacto suave, frío, firme.

— Y me haces feliz con tu llegada. Ven, ven, siéntate aquí y conversemos.

Ella se sentó en el sillón,
cruzó las piernas y se reclinó, calma, relajadamente. Con gesto casual acomodó un mechón de su largo pelo negro, y luego dejó descansar las manos en la falda, inmóviles, elegantes.

El vampiro la observó, su corazón muerto latiendo con fuerza en el pecho, las vísceras ganadas por una sorda inquietud. No sabía qué le estaba pasando. ¡Oh! Sí, sí, sabía qué le
sucedía: se estaba enamorando de ella. De esa mezcla de frialdad y ternura que exhibía con naturalidad. De sus comentarios mordaces, en las largas charlas de café. Del oscilar de sus caderas al caminar. De su serenidad cuando él se descubrió como vampiro y le dijo “ténme confianza, no te haré daño”. En ese momento, él, experto en oler el miedo, supo sin lugar a dudas que ella no le temía, y la admiró y la deseó y quiso desesperadamente averiguar a qué sabía su piel. Él, que en un siglo de sibarita, sólo quiso degustar sangre.

En todos sus encuentros siempre estuvieron rodeados de otros humanos, apretujados por otros humanos. Por primera vez se encontraban solos, y fue ella quien vino a él, y vino conociendo quién es él en verdad.

Comprendía que se estaba enamorando, pero no cómo podía sucederle. Porque los vampiros no tienen alma, ya se sabe. Los vampiros son inmunes a las infecciones, a las consecuencias del tabaco y el alcohol, a las balas y los cuchillos. Y no tienen alma: también son inmunes al amor, a la tristeza, la esperanza, la culpa y el odio.

Así se lo contó a ella, mientras compartían una copa de vino, queso y aceitunas. Le explicó que ellos, los vampiros, sólo son capaces de sentir miedo y dolor, porque para eso no se requiere del alma. O tener hambre, sed, sueño, sexo. Y nada más. Y que, sin embargo, él la quería. La quería como antes, como cuando todavía era humano y tenía una esposa, una hija,

a la esposa la mató primero. Luego a la hija. La niña lloraba, mientras su padre destruía su frágil garganta. En cien años, nunca sintió remordimiento alguno.

Se lo contó con su voz más seductora, con breves sonrisas y pausas de efecto, atento a ella, intentando adivinar qué pasaba en su mente. Quiso usar todas las tácticas de animal depredador, aprendidas en un siglo de sobrevivir a las estacas y a su propia hambre de sangre humana. Pero no pudo: se le empezaron a confundir verbos y sustantivos y adjetivos, y terminó farfullando tonterías.

La joven escuchó sin interrumpir su largo monólogo. Luego, inclinó la cabeza: la tristeza le estaba haciendo añicos su exquisita armadura de frialdad y suficiencia. Ya no se sentía sabia y valiente al hacer frente al cementerio y al vampiro, ni podía silenciar la desverguenza de su propio corazón; el miedo le explotó en llanto y le cegó la mirada.

El vampiro se arrodilló frente a ella, le apartó el cabello, intentó detener sus lágrimas con palabras, pero ignoraba qué decir y calló sus argumentos; lo sacudió una impotencia olvidada en el tiempo, esa que se siente ante el dolor ajeno, ante el llanto de la mujer amada.

“Oh, querida, querida, querida....”, sólo atinó a susurrarle al oído. Entonces, la besó con suavidad en la boca, así, él de rodillas y ella sentada en la poltrona negra. Y luego la besó con énfasis de enamorado, con la desesperación de quien se está ahogando y consigue aspirar una bocanada de aire, con la devoción apasionada de un adolescente, con la codicia de un ladrón de joyas.

Y ella, dulcemente, echó la cabeza hacia atrás, dejando la garganta expuesta, toda vena, arteria y sangre. El vampiro entendió ese gesto como lo que en verdad era: un ofrecimiento. Pero, con lucidez, también comprendió que ella no le ofrecía su garganta, así, desprotegida, como lo hace la virgen que se destina a un sangriento ritual, ni tampoco como aquellas que buscan voluptuosidad en los colmillos del depredador. No, no, ella le decía: sé que no me harás daño, y por eso te dejo desnudas mis carótidas y yugulares, para que no dudes de la veracidad de mi fe.

Y él, por ella, le fue infiel a su especie y a su hambre, y descendió siguiendo el latido de la arteria, rozando apenas con los labios la piel, negándose a escuchar el latido, temiendo escucharlo.


Despertó sola y fría, apenas abrigada por un manto de cenizas.

Era el décimo segundo vampiro que mataba. El primero que había matado sin estacas, sólo de amor.

Dice la leyenda que el vampiro, por fin amando, por fin necesitando, por fin compasivo, rota su maldición de inmortal y antes de que su carne se disolviera en cenizas, recuperó el alma por un instante. Que un siglo de crímenes le sepultaron el corazón y la culpa lo atormentó hasta la médula de los huesos. Dicen que ese instante fue eterno. Que murió como mortal, aferrado a su amante dormida, pero ya sin amor que dar, ya sin nada que dar fuera del atroz dolor de los muertos que había matado.

Y que ella siguió su camino, vampiro por vampiro, hasta que una noche cruel la emboscaron en un páramo desierto, y la hirieron en la garganta, en el vientre, y la desangraron sin remedio.


Cuentan los viejos, al lado del fuego, que ella murió amándolo.


12/12/07

A una nariz


Érase un hombre a una nariz pegado,

érase una nariz superlativa,

érase una nariz sayón y escriba,

érase un peje espada muy barbado.


Era un reloj de sol mal encarado,

érase una alquitara pensativa,

érase un elefante boca arriba,

era Ovidio Nasón más narizado.


Érase un espolón de una galera,

érase una pirámide de Egipto,

las doce Tribus de narices era.


Érase un naricísimo infinito,

muchísimo nariz, nariz tan fiera

que en la cara de Anás fuera delito.


Francisco de Quevedo y Villegas (1580-1645)

http://users.ipfw.edu/jehle/poesia/quevedo.htm