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31/10/07

¿No se atiende acá?

—¡Hey! ¿No se atiende acá?

—Claro que se atiende. Pero primero, buen día, que hay que ser educado, hay que ser.

—¿Usted me habla de educación a mí? Profesor y todo... buee..., está bien...!Qué se le va a hacer! Buen día, señorita.

—Ah, ahora sí ¿Y qué le pasa a usted?

—Que quiero que me atiendan.

—Querer, querer, ...todos queremos algo ... En fin, siéntese que cuando le llegue el turno lo atenderemos.

—¿Cómo que cuando me llegue el turno? ¡Si hace dos horas que estoy esperando!

—¿Y? Dos horas no es nada en la vida.

—Puede ser, pero esto ya parece la muerte.

—No se haga el chistoso. Usted, espere sentado allí y cállese la boca, que estoy ocupada.

El tipo fue y se sentó, resignado. Se aflojó el nudo de la corbata, se apantalló con una revista de “Hágalo usted mismo, sea forero en cuatro lecciones”, movió los dedos de los pies dentro de los zapatones (sólo para asegurarse que todavía no habían hervido en sudor). Miró el reloj que colgaba de un gancho, en la pared: 280 horas, 63 minutos. ¿Qué mierda de hora es ésa? Tenía hambre, además de todo lo anterior ¿Habría algo de comer por allí? ¿Y el baño? Volvió a levantarse.

—Oiga, oiga, señorita. Baño ¿dónde está?

—¿Baño? No pensará que acá hay alguno, ¿no?

—¿No?

—No.

—¿Y qué hago?

—Aguantarse, hombre, no sea imbécil, aguantarse.

—No puedo.

—Puede.

—No puedo.

—Hágase encima, entonces, y no jorobe más, ¡que tengo mucho trabajo atrasado!

El tipo volvió a mirar alrededor, ¿de qué trabajo atrasado hablaba la mina? Ël era el único en la sala de espera. Y la mina, laburar, laburar....!A menos que le pagaran por limarse las uñas! En fin, había dos puertas en la sala, alguna llevaría al baño; porque baño, siempre hay. Probó una, cerrada con llave. Probó la otra, igual. Se rascó la cabeza. Si todo estaba cerrado, ¿por dónde había entrado él? Volvió a mirar el reloj de la pared. Una pregunta le afloró en la cabeza, con un sonoro estampido de sorpresa: ¿y cuándo había entrado? Puesto a pensar, cayó en la cuenta de un detalle: ¿y para qué había venido acá?

Desconcertado, volvió al mostrador:

—Escuche, señorita, disculpe la molestia, pero quisiera hacerle una pregunta...

—Mmm... no hay caso con usted, ¿no es así? En fin, ya me interrumpió, ¿qué quiere ahora?

—Una pregunta. ¿Para qué atienden ustedes acá?

—¿Cómo?

—Eso.

—¿Eso qué?

—Que qué hace usted acá, en esta oficina.

—Trabajar.

—¡Ah! ¿Y de qué?

—De desgraciada que tiene que aguantar a tipos como usted.

—Bueno, sí, pero aparte de eso, ¿qué más?

—¿Más? No sé. Hace como mil años que estoy acá y no me he enterado todavía.

—¿Cómo? ¿No sabe?

—No.

—¿No?

—Otro imbécil. Claro que no. ¿Acaso usted sabe qué hace acá?

—Bueno, ...estee ...Justamente, no lo tengo claro, ...estee... La memoria me falla un poquito...

—No se preocupe. Ya le volverá la memoria. Ahora, hágame un favorcito, vaya a sentarse hasta que le toque el turno.

La mina meneó la cabeza y siguió limándose las uñas. Habráse visto, tanto descaro. Un baño. Capaz que pretende una gaseosa y todo. Imbéciles.

En fin, hay que aguantarlos, se dijo. La paga es buena, cinco días de laburo y dos de descanso, y el trabajo liviano. Mejor que en el Cielo, con tanto ángel cantando a voz en cuello.

19/10/07

Se nos ha muerto un sueño


Conrado Nalé Roxlo

¡Carpintero! Haz un féretro pequeño

de madera olorosa,

se nos ha muerto un sueño,

algo que era entre el pájaro y la rosa.

Fue su vida exterior tan imprecisa

que sólo se lo vio cuando asomaba

al trémulo perfil de una sonrisa

o al tono de la voz que lo nombraba...

Mas qué te importa el nombre, carpintero,

era un sueño de amor. Tu mano clave

pronto las tablas olorosas, quiero

enterrar hondo el sueño flor y ave.

¡Al compás del martillo suena un canto!

"No vayas al campo santo,

porque los sueños de amor

No mueren. Se muda en llanto

su forma de ave y de flor"


CONRADO NALE ROXLO

Nació en Argentina en 1898. Poeta, humorista y dramaturgo; como humorista usó el seudónimo de Chamico. Publicó tres libros de poesía: El Grillo. Claro Desvelo y De otro Cielo.

http://www.northhills.com.ar/poetica/poe.htm - arg


13/10/07

La sandía

Había una vez una sandía. Una, sólo una. Nació en el jardín de atrás, imposible parto que aún no hemos podido explicar. Llamamos al veterinario de la otra cuadra, le preguntamos ¿y por qué? Como la sandía no era vaca o caballo o perro o gato, no supo qué decir. Pero, ya que estaba, nos dio algunos consejos útiles para combatir los caracoles, los gorriones y los elefantes. Todo eso sin cobrar un centavo, aunque eso sí, le regalamos una docena de huevos. Por lo de los caracoles, porque los gorriones no hacen mucho daño. Elefantes, no vimos nunca por acá.


Bueno, el caso es que la sandía estaba allí, detrás del rosal que plantamos el año pasado y al costado del gallinero. No era muy grande, pero quizás por juventud, no por miserable. Toda verde y blanca. Le pusimos nombre: Sandy. La lavábamos todos los días para que luciera hermosa, la secábamos con un trapo limpio, en fin, la cuidábamos muchísimo.


Le enseñamos al nene a no tocarla y a los perros a no hacerle pipí encima. Convencer a las hormigas de que no se acercaran fue un poco más difícil, pero luego de aniquilarlas completamente lo logramos. Todas las noches mi mamá le ponía un nilón encima, por el frío. Y claro, si no llovía había que regarla; de eso se encargaba mi papá, que del agua sabe mucho porque hace changas como bañero en el balneario.


Un martes a mediodía fui a verla, a la vuelta de la escuela. Había desaparecido. Le avisé a mi mamá, y ella vino corriendo al patio. Revisamos todo el jardín y al fin la encontramos: se había marchado al otro lado, donde está la higuera. Así que nos tranquilizamos. El problema vino después, cuando nos dimos cuenta que con la búsqueda mi mamá se olvidó que estaba revolviendo el guiso. Se secó el agua de la olla y el guiso se quemó todito. No nos quedó otra que comernos la sandía. FIN


Nota de la maestra: muy bien diez, Jorgito!! Sigue adelante!!! Estoy segura que tu próxima redacción será todavía más linda.


Opinión del corrector de pruebas: carajo, este tal Jorge logró escribir incluso fin con faltas de ortografía.


Crítica literaria: la delicada confluencia de la madre, la sandía y el elefante, revela una extraordinara sensibilidad en Jorge Senstñwerteudes, novel autor, que seguramente deleitará al lector que se acerque a esta profunda y bellísima página...


El lector: ¿?¿?


Sandy: ojalá les de diarrea.

12/10/07

La puerta de hierro y cristal

Se levantaba a las 6,30 hs, todos los días, de lunes a sábado, salvo feriados o gripes. Rara vez sufría otra enfermedad que ésta, la gripe: puntual, en abril y en setiembre. A las 8,00 hs ya estaba en funciones, su agenda abierta en el escritorio, el café azucarado, el teléfono a la mano. No es tan fácil encontrar regularidades más allá de las 12,00 hs. A veces, almuerzos de trabajo. Otras, la pantalla de la computadora. Quizás, charlas insustanciales con alguno de sus compañeros de oficina. A las 17, 30 hs daba por terminada la jornada. La jornada. El día. Como se quiera llamar: lo daba por finalizado.
Plegaba el mundo al salir del edificio, y no es una metáfora, ¡cielos, no! El mundo se terminaba allí, justo en la puerta de hierro y cristal. Afuera, en el exterior, era, por fin, libre de la rutina.

Y así, por eones, transcurrieron las cosas.

Un jueves, su reloj-despertador atrasó dos minutos. A las 8,02 ya estaba en funciones, su agenda abierta en el escritorio, el teléfono a la mano. Pero el café azucarado le supo un poco más tibio que lo habitual. Muy poco, es cierto. Eso, lo distrajo medio minuto de sus tareas. Se dio cuenta cuando revisó el reloj de su computadora. Con un cierto grado de curiosidad, abrió la ventana del explorador, para constatar la hora oficial.

No pudo volver a cerrarla. El explorador, incapaz de responder a una apertura inopinada en un minuto anómalo, inició búsquedas insoportablemente inútiles y vagas.

Así ocurrió que caímos, todos, en el exterior. Un reloj que atrasó, un café un poco más frío, un explorador desorientado. Poca cosa, diréis. No. Suficiente para que la puerta de hierro y cristal se cerrara. Claro, con nosotros del lado de afuera.

Por eso, todos los días jueves, a las 6,32 minutos, las campanas echan a vuelo y se sueltan globos de colores. Por eso continuamos quejándonos de los árbitros de fútbol, en vez de usar la tecnología para obtener fallos inapelables. Y discutimos interminablemente sobre el amor, el destino, el origen de la especie y el sentido del universo. No vaya a ser que a alguien se le ocurra recomponer los relojes, abrir la puerta de hierro y cristal, e ingresarnos de nuevo a un mundo sin fisuras. A la época en la que él nos plegaba, justo a las 17,30 hs.

¡Joder!


Psyllophryne didactyla



“En 1971 se descubrió el sapo pulga, especie que vive oculta en las hojas caídas de la Selva Atlántica en unos pocos lugares del estado de Río de Janeiro. Se trata del vertebrado tetrápodo (esto es, con pulmones y cuatro extremidades) más pequeño del mundo.”

Duarte Rocha, C.F. y Van Sluys, M (1999) “El sapo más pequeño del planeta” Revista Ciencia Hoy, vol 9 Nº 51 (marzo-abril 1999)

www.cienciahoy.org.ar


5/10/07

Ciertos días

A Elisabet

Ciertos días poseen una cualidad extraña, que los vuelve irrepetibles en el alma y en la memoria. Se recuerdan como una bruma, apenas una ligera humedad en el aire, casi insustancial. Sin embargo, son los días en los que el mundo se detuvo.


Eugenia se apresuró, sorteando baldosas flojas con sus zapatillas mal acordonadas, la melena cayendo sobre la espalda. Canturreaba – para no olvidarse- la lista: medio kilo de pan, un paquete de azúcar, uno de fideos, un kilo de tomates. Canturreaba – porque no podía dejar de hacerlo- su más bello poema: voy a verlo, voy a verlo, voy a verlo. Eugenia tenía casi trece años y un secreto: los ojos azules y la sonrisa esplendorosa del nuevo dependiente del almacén. Su abuela se extrañaba: “¿Qué le pasa a esta niña que se ha vuelto tan obediente, y ya no hay que repetirle que haga los mandados?” Y recibía las amonestaciones de su madre: “Vaya, si usas el vestido nuevo para andar por el barrio, ¿qué te pondrás para ir a misa?” Eugenia, la cara arrebolada por rubores imprevistos, guardaba silencio, acunando sus secretos entre moneditas de vuelto y dos kilos de papas, que están en oferta.


Ese jueves en particular, los rubores se encenderían en llamas, porque él le habló. ¡Oh! Le habló, pero no como siempre, como todos los días - ¿Algo más? ¿Trajiste el envase?-. Fue distinto, la miró y le habló y le sonrió a ella, y ella supo. En algún lugar de sus entrañas se reconoció en la mirada y el tono de la voz y la sonrisa, y se murió de puro miedo cuando sus manos se rozaron, y ya no de casualidad. Regresó sorteando nubes de algodón, corriendo riesgo de equivocar el camino, tan fuera de sí, que a duras penas recordó alejarse de la verja al pasar por esa casa con perros bravos.


Tenía ya catorce cuando descubrió que un dependiente de almacén carecía de futuro. Sucedió en un día de primavera, plomizo, de luz vacilante. Ella estaba con sus cuadernos de clase, al lado de la ventana, cuando las ideas se le arremolinaron sin que lograra impedirlo, y se vio a sí misma y a él, no ahora, sino más adelante, en los años por venir. Porque a los catorce, con sus faldas que se habían acortado y una prolija cola atando su cabello, Eugenia cargaba con renovada ambición sus libros, camino a la escuela. Empero, él no parecía sentir interés alguno por esas puertas entornadas que ella empujaba para abrir, con creciente emoción. Todo eso es lo que pensó, al lado de la ventana y envuelta en el aire de un día de invierno equivocado de estación.


Entonces, dejó atrás las citas clandestinas y las mentiras piadosas con las que mantenía la inocencia de sus padres. Se olvidó de la vereda despareja del almacén y el cajón de manzanas a su entrada y la mirada azul que la perseguía en sueños. Caminó todos los caminos, esos que la llevaron cincuenta años después a una cama de hospital, con tubos que no desea y máquinas titilantes que no la dejan en paz. Sus hijos creen que su sonrisa leve y su mirada abstraída nacen en la certeza de que ella -devota creyente-, encontrará al hombre con el que compartió los sueños y las miserias, en algún lugar detrás de la muerte. Pero Eugenia, a decir verdad, recuerda el día en que el mundo se detuvo.

El extranjero

Albert Camus

(Fragmento. Primera parte, V)

Poco después el patrón me hizo llamar, y en el primer momento me sentí molesto porque pensé que iba a decirme que telefoneara menos y trabajara más. Pero no era nada de eso. Me declaró que iba a hablarme de un proyecto todavía muy vago. Quería solamente tener mi opinión sobre el asunto. Tenía la intención de instalar una oficina en París que trataría directamente en esa plaza sus asuntos con las grandes compañías, y quería saber si estaría dispuesto a ir. Ello me permitiría vivir en París y también viajar una parte del año. «Usted es joven y me parece que es una vida que debe de gustarle.» Dije que sí, pero que en el fondo me era indiferente. Me preguntó entonces si no me interesaba un cambio de vida. Respondí que nunca se cambia de vida, que en todo caso todas valían igual y que la mía aquí no me disgustaba en absoluto. Se mostró descontento, me dijo que siempre respondía con evasivas, que no tenía ambición y que eso era desastroso en los negocios.

Volví a mi trabajo. Hubiera preferido no desagradarle, pero no veía razón para cambiar de vida. Pensándolo bien, no me sentía desgraciado. Cuando era estudiante había tenido muchas ambiciones de ese género. Pero cuando debí abandonar los estudios comprendí muy rápidamente que no tenían importancia real.

María vino a buscarme por la tarde y me preguntó si quería casarme con ella. Dije que me era indiferente y que podríamos hacerlo si lo quería. Entonces quiso saber si la amaba. Contesté como ya lo había hecho otra vez: que no significaba nada, pero que sin duda no la amaba. «¿Por qué, entonces, casarte conmigo?», dijo. Le expliqué que no tenía ninguna importancia y que si lo deseaba podíamos casarnos. Por otra parte era ella quien lo pedía y yo me contentaba con decir que sí. Observó entonces que el matrimonio era una cosa grave. Respondí: «No.» Calló un momento y me miró en silencio. Luego volvió a hablar. Quería saber simplemente si habría aceptado la misma proposición hecha por otra mujer a la que estuviera ligado de la misma manera. Dije: «Naturalmente.» Se preguntó entonces a sí misma si me quería, y yo, yo no podía saber nada sobre este punto. Tras otro momento de silencio murmuró que yo era extraño, que sin duda me amaba por eso mismo, pero que quizá un día le repugnaría por las mismas razones. Como callara sin tener nada que agregar, me tomó sonriente del brazo y declaró que quería casarse conmigo. Respondí que lo haríamos cuando quisiera. Le hablé entonces de la proposición del patrón, y María me dijo que le gustaría conocer París. Le dije que había vivido allí en otro tiempo y me preguntó cómo era. Le dije: «Es sucio. Hay palomas y patios oscuros. La gente tiene la piel blanca.»

Luego caminamos y cruzamos la ciudad por las calles importantes. Las mujeres estaban hermosas y pregunté a María si lo notaba. Me dijo que sí y que me comprendía. Luego no hablamos más. Quería sin embargo que se quedara conmigo y le dije que podíamos cenar juntos en el restaurante de Celeste. A ella le agradaba mucho, pero tenía que hacer. Estábamos cerca de mi casa y le dije adiós. Me miró: «¿No quieres saber qué tengo que hacer?» Quería de veras saberlo, pero no había pensado en ello, y era lo que parecía reprocharme. Se echó a reír ante mi aspecto cohibido y se acercó con todo el cuerpo para ofrecerme la boca. Cené en el restaurante de Celeste. Había comenzado a comer cuando entró una extraña mujercita que me preguntó si podía sentarse a mi mesa. Naturalmente que podía. Tenía ademanes bruscos y ojos brillantes en una pequeña cara de manzana. Se quitó la chaqueta, se sentó y consultó febrilmente la lista. Llamó a Celeste y pidió inmediatamente todos los platos con voz a la vez precisa y precipitada. Mientras esperaba los entremeses, abrió el bolso, sacó un cuadradito de papel y un lápiz, calculó de antemano la cuenta, luego extrajo de un bolsillo la suma exacta, aumentada con la propina, y la puso delante de sí. En ese momento le trajeron los entremeses, que devoró a toda velocidad. Mientras esperaba el plato siguiente sacó además del bolso un lápiz azul y una revista que publicaba los programas radiofónicos de la semana. Con mucho cuidado señaló una por una casi todas las audiciones. Como la revista tenía una docena de páginas continuó minuciosamente este trabajo durante toda la comida. Yo había terminado ya y ella seguía señalando con la misma aplicación. Luego se levantó, se volvió a poner la chaqueta con los mismos movimientos precisos de autómata y se marchó. Como no tenía nada que hacer, salí también y la seguí un momento. Se había colocado en el cordón de la acera y con rapidez y seguridad increíbles seguía su camino sin desviarse ni volverse. Acabé por perderla de vista y volver sobre mis pasos. Me pareció una mujer extraña, pero la olvidé bastante pronto.


En el azar confío

—Querida, ¿dónde vas?

—A caminar un rato. Me duele la cabeza —contestó María.

—Esperame que busque un abrigo y te acompaño.

—No, no, dejá, quedate leyendo que afuera hace frío —María retrucó con rapidez, inquieta de que él insistiera, que él pretendiera, que él...

—Es que también me vendría bien tomar un poco de aire. Vamos, salgamos los dos de tanto encierro —afirmó Pedro, con energía.

A ella no le quedó más que pintarse una sonrisa en la cara y asentir. En silencio, maldijo el diario que su marido leía, por no traer noticias de interés. Al fútbol, suspendido justo este domingo. Al pueblucho de merde, donde cada habitante mayor de cinco años parece ser un agente de los Servicios de Inteligencia, y los menores de cinco, aprendices de espías de los otros.

En fin, María, contumaz traidora a los votos matrimoniales, feliz poseedora de un amante clandestino que le traía brisas de sofisticación a su vida — y ventarrones de pasión a sus gónadas—, se resignó a lo inevitable. Parecían ya destrozados los cuidadosos planes, detallados en susurros dos tardes atrás, cuando coincidieron en la misma góndola del supermercado, entre latas de salsa pomarola y mayonesas sin huevo.

—¡Brr! Sí que hace frío, parece que esta vez el invierno vino para quedarse.

—¿De verdad querés acompañarme? Mirá que tu garganta...., luego te engripás y ya sabés que las inyecciones no te gustan, y luego me toca a mí lidiar con tu mal humor.

Para cuando alcanzaron la plaza, estaban discutiendo casi a los gritos. No importaba de qué hablara Pedro, ella respondía con cuchillos en las palabras y ametralladoras en la voz. Cuando llegaron a aquello de “y te olvidaste de mi cumpleaños, el de hace tres años atrás”, él renunció a esperar lógica o razón y con un gruñido que sonó a:

—¿Es que te vino el período, mujer?—, dio media vuelta y volvió a la casita con paso rápido.

María suspiró, aliviada. Había logrado sacárselo de encima. Por suerte no tuvo que emplearse a fondo, mencionando, por ejemplo, aquellas vacaciones que terminaron abruptamente cuando él perdió en el Casino el dinero para el hotel.

Tomó la siguiente calle a la de la plaza, bendita calle, tan llena de árboles que las farolas no logran traspasar las sombras. A esa hora y con tal frío, ni un alma. A veinte metros, el auto de Joaquín esperaba, inmóvil, oscuro, motor encendido, luces de posición. Subió apresuradamente mientras le decía: “Mi amor, no sabés qué me pasó...”

¡Ah!

El conductor no era Joaquín. Más bien, se trataba de una conductora. La esposa de Joaquín, para ser más precisos.

La historia se contó durante semanas en todo el pueblo. Algunos afirmaban que Pedro, enterado de la infidelidad de su esposa, le envió un anónimo a su comadre cornuda. También se dijo que el tipo extraño que se vio rondando por el bar, era un investigador privado contratado por la esposa de Joaquín. Ambas parejas terminaron en separación legal. María, parece que avergonzada por las sonrisas socarronas que la seguían a todas partes, un buen día tomó el tren a la Capital y no regresó. Pedro, luego de digerir sus propios cuernos (tarea difícil que le exigió litros de jugo gástrico) se enredó con la cajera del supermercado, por la cual se informó de varios detalles sabrosos sobre su ex-mujer. Joaquín intentó varias veces reconciliarse con su esposa, pero ésta le tiró todas sus ropas por la ventana, un día de lluvia y al barro de la calle. Como si fuera poco, la ultrajada consiguió una excelente renta de por vida y dos propiedades bien valuadas, juicio de divorcio mediante.

Pero muy pocos supieron la causa real del fatídico encuentro.

El encuentro en el automóvil fue obra del más exquisito azar. La esposa de Joaquín se llevó el auto sin que Pedro lo supiera, y sin saber ella que en ese día y hora, era vehículo de citas clandestinas. Estacionó en la calle maldita, sólo porque se le había desprendido el broche del sostén, y quiso aprovechar la oscuridad para recomponer sus ropas íntimas.

Y sólo dos personas supieron de qué hablaron ambas, en el asiento delantero del auto. Y en otras conversaciones, mantenidas primero, como mujeres que habían compartido un hombre, una con verguenza, la otra con furia. Luego, entre dos mujeres que en la verguenza y en la furia encontraron códigos en común. Por último, por dos mujeres que se sorprendieron al encontrar más atractiva la lencería femenina que la masculina.

Sus amigos de Capital nunca entendieron por qué, en la sofisticada sala del departamento —obtenido en el juicio de divorcio—, luce la portezuela de un automóvil, pintada de suaves amarillos y rosas, y con la siguiente leyenda bajo la ventanilla:

En el azar confío”